A la hora de condenar prácticas como la eutanasia voluntaria y el aborto, la Iglesia católica se remite al “argumento de la santidad de la vida”. Según este argumento, la vida humana es sagrada y, por tanto, es impío acortar su duración a voluntad. Así como manipular irreverentemente un objeto sacro es profanarlo, practicar el aborto o la eutanasia voluntaria es cometer un crimen y ofender profundamente a Dios.
La Iglesia católica en el Catecismo también se refiere a la vida humana como a un “don divino”. Pero (y para ser francos) la idea de “don” se presta a diversas interpretaciones. De hecho, si alguien me hace un regalo, puedo, y tal vez deba, expresar gratitud y tratar el don con cuidado y consideración… pero al fin y al cabo, desde el momento en que alguien me regala algo, el regalo pasa a ser mío y puedo usar el objeto a mi antojo. Esto vale, especialmente, en el caso de que el don (la vida, por ejemplo, de un enfermo terminal) se haya vuelto una carga insoportable. Por eso la Iglesia habla, a renglón seguido, de Dios como el dueño (“il Padrone”) de la vida humana. Es él quien la otorga y él quien la quita… y vaya quien ose disponer de ese don contra la voluntad divina.
La idea de Dios como el dueño absoluto de la vida humana, que la otorga y la quita a voluntad, es algo anacrónico. Incluso la práctica mucho menos problemática – y aceptada por la Iglesia – de la fertilización asistida muestra que es el hombre quien está permanentemente interviniendo, y no de manera marginal, sobre la vida. Decir que la vida es un don que nos da y nos quita Dios cuando él dispone es una creencia que solo puede tener sentido (en el mejor de los casos) en una sociedad premoderna.
Pero lo más curioso es cómo se las ingenia la Iglesia católica para justificar ciertos tipos de homicidio, en particular, el homicidio en defensa propia y la guerra por motivos justos. ¿Cómo hacer compatibles la creencia en la santidad de la vida y el derecho – y en algunos casos incluso el deber – de matar a un agresor? La doctrina católica sigue recurriendo a un “principio” formulado por Santo Tomás, el “principio del doble efecto”.
¿Principio o sofisma?, me pregunto. Lo cierto es que Santo Tomás decía que las acciones pueden tener dos o más efectos. Cuando uno realiza una acción puede desear (tener la intención de) que ocurra uno de sus principales efectos, y no el efecto secundario (o algunos de los efectos secundarios). En tal caso, la acción quedará justificada. Así, por ejemplo, Juan puede tomar un arma y matar a su agresor en defensa propia (suponiendo que a Juan no le quedaran alternativas, como huir o disuadir al malviviente). La acción de Juan, su homicidio, se justifica ya que él quería solamente proteger su vida, y no matar al otro. La muerte del agresor se entiende aquí como un efecto secundario y no deseado de una acción cuyo efecto principal es otro y en sí mismo moralmente bueno: la de salvaguardar la propia existencia. Santo Tomás no nos dice (y este es uno de los principales problemas del “principio del doble efecto”) cómo debe determinarse la intención de Juan. ¿Cómo saber, a ciencia cierta, si la intención de Juan al matar a su agresor era solamente la de salvar su propia vida, y no la de terminar con la de su agresor? Esta es una cuestión empírica muy difícil de resolver.
(Me imagino que Santo Tomás nunca se vio obligado a defenderse de ningún criminal y ni siquiera a imaginarse cómo sería una situación de autodefensa porque, de lo contrario, habría visto que en el acto de matar a otro, incluso impulsado por un motivo noble, intervienen emociones poderosísimas y atávicas sin las cuales uno no podría realizar una empresa semejante).
Al margen de eso, lo que considero inadecuado es el análisis tomista de la acción. Puedo entender que Santo Tomás le pida a Juan que no guarde rencor y que, en lo posible, no actúe movido por el odio, en la eventualidad de tener que matar a alguien en defensa propia. También puedo suponer que Juan, de no haber sido atacado, no habría asesinado nunca a nadie. Lo que creo que es erróneo es decir que Juan, al matar a su adversario, sólo tenía la intención de “salvar su pellejo” y que la muerte del otro surge como un efecto paralelo y no deseado de su acción. Al usar diestramente su espada o su revolver, Juan tiene la intención de matar al agresor. No lo mata por odio, sino por un motivo noble, pero al fin y al cabo, repito, la intención es una: terminar con la vida del agresor para poder así salvar la suya. El principio de Santo Tomás es, por ello, confuso o, para ser sinceros, es un sofisma para buscar hermanar lo irreconciliable: la concepción de la vida como sacra y el derecho a disponer de la duración de la vida humana en ciertos casos, como en el caso de la defensa propia o de la protección de la comunidad en una guerra, etc.
(Un tema aparte es cómo hacer compatibles el principio de la santidad de la vida con la pena de muerte, que la doctrina católica sigue considerando como una práctica lícita en ciertos casos.)
En síntesis, concuerdo con que nuestros actos pueden tener dos o más efectos, buenos y malos, y que un acto aparentemente malo puede quedar justificado gracias al efecto positivo que tenga. Pero es erróneo el análisis tomista de la acción, tanto desde el punto de vista de la teoría (filosófica) de la acción, como desde un estudio de los motivos psicológicos implicados al actuar (en particular, en el defenderse de agresiones físicas).
Creo que uno puede perfectamente considerar la vida humana como sacra y tratarla con el respeto que ello merece, pero sin cegarse y dejarse llevar por mitos y tabúes arcaicos. Considerar algo como sacro no implica cerrarse a toda posibilidad de intervención y control racional.