En un artículo publicado recientemente en el Journal of Medical Ethics, “After-Birth Abortion: Why Should the Baby Live?”, A. Giubilini y F. Minerva defienden una tesis sumamente polémica; según su opinión, el “aborto tras el nacimiento” o sea, el dar muerte a neonatos toda vez que así lo soliciten los padres, debería ser considerado como una práctica moralmente lícita.
Por cierto, existe un consenso más o menos amplio entre intelectuales y ciudadanos progresistas acerca de que prácticas como la eutanasia voluntaria, el suicidio asistido, el aborto y la eutanasia de neonatos con graves malformaciones, deberían ser consideradas como moralmente lícitas y, por tanto, legalizadas. Giubilini y Minerva plantean dos grupos de cuestiones adicionales. En primer lugar, está la cuestión de qué hacer con aquellos neonatos sanos de padres que no estén dispuestos a criarlos. La respuesta que generalmente se da es que debe enviárselos a un orfanato. En el mejor de los casos, se espera, algunos o muchos de esos niños encontrarán padres adoptivos que podrán darles el cuidado, el cariño y la educación que los padres naturales no podían o querían darles. Pero, ¿no es pensable otra alternativa? Los autores sostienen que sí. Así como en la mayoría de las sociedades occidentales está permitido el aborto cuando la madre considera que se trata de un embarazo no deseado aun cuando el feto no presente ninguna malformación, del mismo modo, argumentan los autores, debería ser posible “practicar un aborto tras el nacimiento”, esto es, dar muerte al recién nacido cuando los padres (en particular, la madre) no haya sabido tomar la decisión de abortar durante el embarazo. El punto está, según los autores, en que no hay ninguna diferencia moralmente relevante entre un feto y un recién nacido: ni uno ni otro son “personas”. Si permitimos, y en muchos casos hasta aconsejamos, el aborto “antes del nacimiento”, ¿por qué no permitir también el “aborto tras el nacimiento”?
Otra serie de cuestiones se plantea a raíz de aquellos neonatos que nacen con malformaciones que no es posible detectar durante el embarazo. Si tales malformaciones se hubiesen detectado durante el embarazo, nadie se hubiese opuesto a un aborto. ¿Por qué, entonces, oponerse al “infanticidio”? Textualmente: “We argue that, when circumstances occur after birth such that they would have justified abortion, what we call after-birth abortion should be permissible.” (Los autores mencionan también el caso de neonatos que hayan sufrido graves lesiones durante el nacimiento, por ejemplo, a causa de asfixia perinatal.)
Giubilini y Minerva no niegan que una persona que en su infancia haya sido dada en adopción pueda llevar luego una vida satisfactoria y querer seguir viviendo más allá del trauma que frecuentemente causa la adopción; es cierto también que personas con ciertas discapacidades pueden llevar una vida feliz más allá de las limitaciones que impone, por ejemplo, la ceguera. Pero el feto, como el recién nacido, insisten los autores, no son aún personas. Por lo demás, si podemos ver la vida humana como un viaje que inicia con el desarrollo de la capacidad de autoconciencia, es mejor impedir que se inicie un viaje, a condenar a alguien a hacer un viaje desproporcionadamente arduo y insatisfactorio.
En el artículo, los autores no tratan la cuestión de cuándo un ser humano comienza a ser una persona. Lo que está claro es que toda persona es un ser dotado de un derecho inalienable a la vida. Si un feto o un neonato no son personas, no gozan en consecuencia del derecho a la vida. En realidad, no existe un momento en el cual un ser humano se vuelve “de golpe” persona. Por lo pronto, convengamos que la capacidad de ser autoconsciente es el rasgo distintivo de la persona humana y que esa facultad se desarrolla lenta y trabajosamente a lo largo de la niñez. El punto está, creo, en que la línea de demarcación entre un ser humano que aún no es una persona y la persona propiamente dicha es más o menos arbitraria. Los autores tienden a establecer el límite en un par de semanas tras el nacimiento. Así, los padres pueden decidir abortar durante los nueve meses del embarazo o quitarle la vida al neonato (siempre con la asistencia de un médico) en las primeras semanas de vida. Más allá de ese límite, el nuevo ser adquiere el estatus de persona. ¿Pero por qué, me pregunto, no establecer la frontera antes, por ejemplo cuando el feto ya tiene desarrollado el sistema nervioso central, ya que este es una condición necesaria para volverse persona? ¿O por qué no mucho después del nacimiento, a partir del año y medio de vida, que es cuando recién los niños empiezan a hacer un uso más o menos creativo y autónomo del lenguaje, y por lo tanto puede decirse que ya son auto-conscientes?
Pienso que la propuesta de los autores es indefensible. Por cierto, sostengo que en el caso de neonatos con graves malformaciones y sin perspectiva de vida más allá de unos meses plagados de sufrimiento, la eutanasia es una alternativa que debería ser posible toda vez que los padres estén de acuerdo. No veo el sentido de prolongar la existencia de un neonato discapacitado, enfermo, que en el mejor de los casos tiene una perspectiva de vida de semanas o meses. Soy consciente de que se trata de una decisión difícil para muchos padres. Lo que no considero moralmente lícito es terminar la vida de un neonato sano, aun cuando su futuro será el orfanato y la adopción, o de un neonato con una malformación que no le impedirá tener una vida satisfactoria. Si la línea de demarcación entre persona y no persona es siempre arbitraria, creo que existen razones de peso para fijarla con el nacimiento, e incluso antes. De hecho, me inclino a pensar que a partir del séptimo mes el feto ya puede ser considerado como una persona.
Considero que el deber del médico es velar por el bienestar del paciente, de modo que si un enfermo terminal le solicita ayuda para terminar con una existencia que se le ha vuelto insoportable, el médico debe poder contar con el respaldo legal para satisfacer ese deseo. Creo también que un médico puede terminar la vida de un neonato sin esperanzas cuando los padres así lo deseen. Pero creo que la participación de un médico en la matanza de un neonato sano o con malformaciones leves es desvirtuar los valores de la medicina y, más aún, de toda la sociedad.
De hecho, mucho da a pensar una sociedad que permita o incluso aliente la eliminación de neonatos sanos alegando que serán una carga para padres que han procreado irresponsablemente, o neonatos levemente deformes sosteniendo que así uno les ahorra burlas, menosprecios y discriminación. Por lo mismo, ¿qué dimensión moral puede tener una sociedad que se permite matar a un neonato “para ahorrarle el trauma de la adopción” tanto a la madre como al niño? Si se trata de reformar nuestro sistema moral y legal, ¿por qué no reformar nuestras leyes y nuestras instituciones de modo de hacer la adopción una alternativa menos traumática? ¿Y por qué no luchar más bien por una sociedad menos discriminatoria, más tolerante y más solidaria con todos aquellos que quieren vivir a pesar de limitaciones como la ceguera o el síndrome de Down? Me cuesta entender el progreso de la humanidad como la evolución hacia una sociedad sin miembros que tengan discapacidades. Ojalá todos los niños nazcan sanos y puedan criarse en el seno de una familia que los quiera y que cuente con los recursos para educarlos. Pero esa sociedad “perfecta” es en realidad una quimera.
En conclusión, el artículo de Giubilini y Minerva merece ser leído y discutido ampliamente porque nuestra moral debe estar libre de tabúes y prejuicios, cualesquiera sean. Creo que, no obstante, los autores cometen un grave error al afirmar que el estatus moral de un feto es el mismo que el de un recién nacido. Ello invalida su propuesta. Por otra parte, los dos tipos de casos a que se refieren y que intentan solucionar con tal propuesta pueden y deben ser resueltos por nuestra sociedad recurriendo a otras vías.