Las promesas de la modernidad

Felicidad, dicha, plenitud, autorrealización, armonía… en un sentido, todas estas palabras (y otras que podríamos seguir agregando) pueden considerarse sinónimas. ¿En qué sentido? En que “el hombre, por naturaleza y esencialmente, es un ser que tiende a la felicidad (o dicha, plenitud, etc)”. Es obvio que lo que se entiende concretamente por felicidad, etc., depende de marcos culturales e idiosincráticos muy específicos y distintos entre sí. Lo que es casi imposible es concebir al ser humano sin hacer referencia a esa búsqueda de eso que englobamos con cualesquiera de estas palabras.

Desde la modernidad viene imponiéndose una concepción precisa de la felicidad. Se supone que el ser humano, una vez liberado del oscurantismo y la miseria de la Edad Media, puede y debe satisfacer sus deseos y apetencias de todo tipo, mientras eso no dañe a terceros. No se trata de reprimir los deseos, sino, por el contrario, de ser conscientes de ellos, de reconocerlos y, finalmente, de satisfacerlos. La sociedad industrial, republicana y liberal sienta justamente las bases para que cada uno busque la propia felicidad entendida como la satisfacción de sus preferencias – preferencias que podrán ser de orden espiritual, sí, pero también, y primordialmente, ¿por qué negarlo?, material. “Da rienda suelta a tu imaginación – parece oírse por todas partes – establece claramente cuáles son tus deseos y objetivos, y satirfácelos y realízalos sin más. Si eres infeliz, eres tú mismo el culpable de ese estado. ¡Tontamente habíamos creído que el paraíso estaba en el más allá, y que para llegar a él debíamos sacrificarnos, mortificarnos y anularnos! Ahora vemos que el paraíso es posible en este mundo, solo basta respetar el orden social y integrarse de buena gana al mundo productivo.” Y continúa: “El dolor es malo, y el placer es bueno, y a quien es honrado y diligente le espera una vida sin dolor y colmada de placeres. Olvídate de la felicidad de los otros y sólo piensa en la tuya, porque cada uno sabe qué quiere y lo buscará con todas sus fuerzas. Y recuerda que como por arte de magia surgen el orden y el progreso en una sociedad en la que cada uno de sus miembros piensa exclusivamente en su propio bienestar. No le hagas mal a nadie, pero tampoco hagas el bien: es innecesario y hasta contraproducente.”

¿Pero qué pasa con el desocupado o el pobre, que no puede acceder a los bienes y servicios que ostenta la sociedad, a pesar de sus esfuerzos? ¿Y qué pasa con el asocial y el delincuente, que infringen el pacto social? ¿Y qué de los millones que tienen la mala suerte de nacer en sociedades totalitarias, teocráticas o preindustriales? ¿Cómo no puede sentirse frustrado quien, incluso nacido en el mundo occidental, tiene que padecer una guerra, una crisis económica o una catástrofe natural, eventos que truncarán por años o por siempre la posibilidad de “realizarse”? ¿O cómo dar cuenta, aun entre quienes viven en las mejores condiciones históricas, de la enfermedad y la vejez?

Es más: porque inclusive cuando se dan todas las condiciones sociales necesarias, y el individuo es sano, diligente y responsable, la promesa del paraíso en la tierra se muestra una quimera. A la satisfacción de las necesidades y deseos sigue, en algunos casos, la proliferación de nuevos apetitos, y en otros, lisa y llanamente el hastío. Y desde la distancia, una vida llena de placeres medidos, “burgueses”, y de realizaciones personales y éxitos profesionales termina pareciendo algo mezquino.

Por eso, en el siglo pasado, el existencialismo fue uno de los movimientos que más ridiculizó la esperanza vacua de un paraíso terrestre. El existencialista todavía se ríe, con una risa socarrona y amarga. Para este, no hay salida, no hay paraísos, ni en el cielo ni en la tierra; el único consuelo es la lucidez, el saberse capaz de contemplar el absurdo y el abismo, sin desbarrancarse en él. Buscar la felicidad no es algo simplemente alocado por imposible, es algo bajo, rufián. Las promesas de la modernidad son tan nefastas como la perspectiva de una vuelta al espíritu gregario y oscurantista del medioevo. Pero también es cobarde el desesperarse y el ver al suicidio como una salida posible.

Para el existencialista, una vez que se mordió el fruto del desencanto, quedamos expulsados para siempre del paraíso terrenal de la modernidad. Solos, desnudos, frente a un mundo absurdo y hostil, solo queda mostrar fortaleza de ánimo y no dar el brazo a torcer. Vivir para poder maldecir.

Acerca de Marcos G. Breuer

I'm a philosopher based in Athens, Greece.
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