Quisiera aquí examinar uno de los argumentos clásicos a favor de la privatización de las empresas públicas. Se trata del argumento centrado en la “motivación del individuo”. En efecto, según este argumento, el ser humano actúa esencialmente movido por el deseo de evitar sanciones (de cualquier tipo) y de obtener recompensas (dinero, reconocimiento, etc.). Así, mientras que en la empresa pública todos son empleados públicos, desde el director hasta el portero (lo cual significa, por ejemplo, que no pueden ser amenazados con el despedido si trabajan a desgana, que no tienen especiales incentivos para esforzarse, etc.), en la empresa privada todos se esmerarán por desempeñarse del mejor modo posible. Se supone que allí los controles son mucho más frecuentes, y que van acompañados de un sistema muy claro de amenazas y recompensas. Tanto el director como el portero trabajarán eficientemente porque saben que, si no, pueden ser despedidos y porque existen incentivos, sobre todo de tipo económico, para aquellos “trabajadores ejemplares”. De tal modo, se concluye que la única manera posible de mejorar el rendimiento del personal de una empresa estatal es introduciendo la “lógica del mercado” al interno de la entidad, lo que se lograría gracias a la privatización.
Tal es, esquemáticamente, el razonamiento esgrimido por los neoliberales. Sin embargo, la experiencia muestra que las cosas no son tan simples. Por caso, en pocas empresas los controles son todo lo efectivo que deberían ser, y muchas veces despedir a un empleado poco eficiente es más costoso que “dejarlo allí”, ya que, al fin y al cabo, “algo hace”. Pero este no es, en realidad, el punto sobre el que quisiera detenerme. El argumento contra una política neoliberal totalmente centrada en la privatización de las empresas estatales es, más bien, el siguiente.
El ser humano se comporta exclusivamente en función del esquema “evitar sanciones y obtener recompensas” solo si está dentro de un sistema estructurado exclusivamente sobre la base de refuerzos negativos y positivos. En un contexto diferente, por ejemplo, dentro de la familia o una comunidad, el individuo desarrolla un sentido de responsabilidad social y actúa en función de tal. Lo mismo sucede dentro de las empresas y entidades públicas. Al ser un ámbito ajeno al mercado, el empleado público desarrolla un sentido de responsabilidad que no lo gestaría en una empresa privada.
El proceso de privatización supone, así, un cambio radical (y discutible) en el esquema de motivaciones del individuo, al erosionar valores y sentidos comunitarios que guían la acción, buscando reemplazarlos por el par “sanciones y recompensas”.
Obviamente, tampoco aquí las cosas son tan nítidas. Nadie puede dudar seriamente de los abusos que se comenten en las empresas públicas de todo el mundo. Además, ninguna empresa privada funcionaría si sus empleados no poseyesen un mínimo de valores morales como guía de la acción, ya que es imposible contar con un sistema perfecto de controles, sanciones y retribuciones. Los empleados de las empresas privadas no son, ni podrían ser, puros egoístas racionales.
Por otro lado, no es tan sencillo idear un sistema mixto, en principio “ideal”, combinando lo mejor del sistema público y del privado, porque la divisoria de aguas es clara: o se sustrae la entidad al mercado, dejándola dentro de la esfera pública y comunitaria (restringiéndose así grandemente el espacio de maniobra del esquema “sanciones e incentivos”), o se la privatiza, lo cual supone una reestructuración del ente según la implacable “lógica del mercado”.
A manera de conclusión, podría sostenerse lo siguiente. Ante todo, no se trata de negar las “virtudes del mercado”, que ciertamente las tiene. Una economía estatalizada es tan o más nociva que una economía enteramente “librada a las ciegas fuerzas del mercado”. La clave, más bien, es, por un lado, fijar límites a la esfera del mercado y, por otro, regular su funcionamiento donde sea necesario. En otras palabras, es indispensable conservar ciertas actividades socioeconómicas dentro de la esfera pública e, igualmente, regular el funcionamiento de la esfera privada con el fin de generar condiciones que permitan, allí también, el desarrollo de valores y sentidos comunitarios entre los miembros del personal.
Estas reflexiones contradicen la tesis de Michael Baurmann expuestas en su libro El mercado de la virtud. Para este autor, en la esfera pública se desarrollarían, sobre todo, disposiciones individuales de corte negativo, que no solo conducirían a la ineficiencia, corrupción y burocracia en el funcionamiento de la sociedad, sino también al autoritarismo, corporativismo, etc. Por otro lado, la esfera privada, si se la dejara enteramente librada a su propia lógica, generaría valores como la honradez, la responsabilidad, etc. Tales virtudes serían, según este autor, cristalizaciones nacidas del interés propio. Por ejemplo, un empresario entenderá que, en una sociedad abierta, la honradez en las interacciones comerciales es, visto a largo plazo, mejor que la mentira y el engaño. De tal modo, desarrollará una disposición a decir la verdad y cumplir con lo pactado en función del interés propio por hacer prosperar su empresa.
Creo que el razonamiento de Baurmann no es totalmente erróneo: el mercado puede generar virtud. Ahora bien, se trata de un fenómeno mucho más limitado de lo que supone el autor. Por ejemplo, raramente el mercado podrá dar lugar a virtudes como la solidaridad. Sin embargo, lo más importante de subrayar es que el correcto funcionamiento del mercado supone la existencia de virtudes, valores y disposiciones morales que solo pueden generarse fuera del mercado mismo, esto es, en la esfera comunitaria. El empresario que se da cuenta de que “conviene ser siempre honrado”, es un empresario que ya ha entrado al mercado con una disposición a la honradez adquirida en la familia, en la comunidad, etc. Por tanto, un mercado que fagocite las esferas civil y pública no hace más que minar las bases morales sobre las que se asienta.