El principio “mi cuerpo es mío, por tanto, puedo hacer con él lo que quiera” es, sin duda, uno de los pilares de lo que podríamos llamar el mundo occidental, moderno, plural. En principio, cada individuo tiene el derecho de hacer consigo mismo (con su cuerpo y con su mente) lo que desee.
Obviamente, esta libertad que tenemos para intervenir en nuestro cuerpo –en la constitución o en el desarrollo del cuerpo– no vale irrestrictamente. Por lo pronto, es una libertad que nos otorgamos nosotros a nosotros mismos en tanto individuos mayores y jurídicamente capaces.
Claro que aquí los límites son flexibles y mutan con la historia: hoy, por ejemplo, permitimos que los menores maduros, en especial, los adolescentes, tomen algunas decisiones importantes sobre sus cuerpos, y extendemos el mismo derecho a las personas con trastornos mentales leves. Son libertades que, hasta no hace mucho, les estaban negadas a estos dos grupos.
Notemos de paso que el principio que estamos analizando presupone una disposición generalizada a no dañar o mutilar grave y gratuitamente el propio cuerpo. Damos por supuesto que, por ejemplo, una persona sana no querrá amputarse las dos piernas por motivos baladíes, argumentando “es mi cuerpo y es mi elección”.
De todos modos, es parte de esta convención tácita de respetarnos mutuamente el aceptar cierto grado de autolesión. Por ejemplo, nadie podría impedir a un adulto fumar, no cuidar su dieta y ser sedentario, aun cuando estos tres hábitos dañinos lo conduzcan con el paso de los años a una enfermedad que termine por costarle las dos piernas.
Por lo tanto, el principio de la soberanía corporal –para ponerle algún nombre– presupone que cada uno decide o puede decidir en función de su propia concepción del bien o, mejor dicho, de su concepción de la buena vida, incluso cuando esa concepción sea poco razonable para el resto. Si alguien considera que la buena vida es, entre otras cosas, pasarse sentado horas en un sillón fumando y consumiendo productos grasos, allá él o ella.
Prohibir los estilos de vida poco saludables equivale a ejercer una suerte de paternalismo extremo e intolerable. Preferimos vivir en una sociedad libre, aunque no tan sana, a vivir en una dictadura de individuos lozanos: preferimos Atenas a Esparta.
El principio de la soberanía corporal es decisivo a la hora de justificar la práctica de la asistencia a la muerte voluntaria. Soy yo el que decide qué hacer con mi cuerpo, lo que por lo general significa: qué hacer con este cuerpo gravemente enfermo, incurable y doloroso. Soy yo el que decide finalizar de manera oportuna y controlada el inevitable proceso de corrupción corporal en que me hallo.
Ahora bien, ¿es comparable la libertad de terminar con mi vida (solicitando ayuda médica para morir) con la libertad que puede tener una persona gestante de interrumpir el embarazo? Creo que, en cierta medida, ambos tipos de libertades no son compatibles, por la simple razón que, en el primer caso, la consecuencia de la decisión recae enteramente sobre el solicitante, mientras que en el segundo recae no solamente sobre la gestante, sino sobre el embrión o el feto, que mueren debido al aborto.
Pongámoslo en estos términos: mientras que en la eutanasia o el suicidio asistido no hay ningún tercero afectado por la práctica, en el caso del aborto la acción recae en un organismo humano que se halla en las primeras fases de su desarrollo. Por lo tanto, la gestante no decide solo sobre su cuerpo y su futuro, sino también sobre el destino de un ser que se encuentra en los prolegómenos de la existencia.
Abortar es cancelar una existencia cuando esta está en sus primeros estadios, en la fase de formación de las condiciones básicas para, a partir de allí, empezar a vivir.
Al respecto, Peter Singer en su Ética práctica propone una comparación iluminante: la vida humana puede entenderse como un viaje, un viaje que inicia con el nacimiento y termina con la muerte. Si esa vida humana no debe darse, si ese viaje no debe tener lugar, lo mejor es que la cancelación ocurra antes de la partida, esto es, en la fase de los preparativos.
Si una mujer que ha quedado embarazada sin buscarlo no quiere traer un hijo al mundo (digamos, porque ya tiene otros hijos que cuidar o porque no desea ser madre antes de avanzar con su desempeño profesional), mejor es interrumpir la gestación cuanto antes, en el momento en que en su vientre se están “haciendo las valijas” para un viaje que no será. Mejor no embarcarse si no están dadas las condiciones básicas.
En conclusión, el aborto no puede justificarse únicamente sobre la base del principio de la soberanía corporal de la mujer, por el simple hecho de que la decisión recae no solamente sobre la interesada misma, sino sobre el organismo que lleva en su vientre. Se trata de la decisión por afirmar un viaje ya emprendido (el de la mujer adulta), cancelando otro viaje cuando está en su primera etapa de preparativos.