¿Cómo siguen las cosas por acá? Sin grandes novedades en el frente. Me veo forzado a repetir el diagnóstico de las otras veces, como si fuese una muletilla: por suerte, los números ya no siguen subiendo, pero tampoco han comenzado a bajar o, si lo hacen, es demasiado lentamente.
Para dar una idea más concreta: ayer el número de contagios diarios volvió a situarse arriba de los mil (y la sensación generalizada es que si se hicieran más test, la cifra sería mucho más elevada); el número de muertos rondó en los ochenta (ayer habían sido cien, la marca va y viene entre esos dos guarismos); finalmente, el número de intubados fue de 550 (o sea, dejamos de estar con la luz roja, pasamos a estar con una luz anaranjada, el margen ahora es mayor en las terapias intensivas).
Yo no sé qué pasa por las cabezas de la gente. Lo que sí deduzco es una suerte de acostumbramiento a esta nueva normalidad. Pero acostumbramiento significa también relajamiento, distensión. Ejemplo: si en la primera cuarentena hubiera muerto en un día solo la mitad de la gente que murió ayer, eso habría sido un escándalo nacional. En cambio, ahora nos acostumbramos a estas cifras. Otro ejemplo: antes se respetaba religiosamente la norma de dos personas dentro del negocio; ayer fuimos a comprar a la pastelería de la vuelta unos palitos helados para las chicas y, por más que el local era un sucuchito, nadie respetaba ni hacía respetar la orden. Último ejemplo: el tráfico durante el día es como el que había en cualquier mediado de diciembre de épocas pasadas. Lo único que no se ve circular son los transportes escolares y los pullman con los turistas.
O sea, la gente se cansó, se hartó, le perdió el miedo (“entre mis conocidos, ninguno tuvo el coronavirus”; “los que mueren son viejos que de todos modos se morirían de otra cosa”), espera secretamente el efecto benéfico de la vacuna.
Por favor, tomen todo lo que digo acá con pinzas, porque lo mío no son más que observaciones esporádicas. De todos modos, la imagen general me parece difícilmente rebatible: hay normas que se cumplen a medias; el que puede, por hartazgo, por asfixia económica o por lo que sea, le encuentra la vuelta.
En fin, se ve gente por todos lados, autos como siempre, controles policiales pocos o ninguno. Lo que sí, las escuelas están cerradas, los dos o tres hoteles que han quedado funcionando apenas tienen una ventana iluminada, el gran complejo para festivales y conciertos, el Mégaro Mousikís, colgó un gran cartel deseándonos a todos felices fiestas y esperando una pronta reapertura en algún momento de 2021.
Las semanas siguientes van a ser decisivas, porque –hasta ahora, al menos– van a estar permitidas las reuniones familiares y los festejos con un par de conocidos. Parece inhumano prohibir los encuentros de fin de año. Pero la pregunta es qué efectos van a tener, incluso a corto plazo ese paréntesis en medio de la cuarentena. Porque, con la mano en el corazón, ¿cuántos van a respetar el número máximo de nueve personas por encuentro? Y aun cuando sean nueve o diez o doce, ¿cuán frecuentes van a ser esas reuniones y con cuántas precauciones?
