Hacia el final de la entrada pasada tiré un par de pistas acerca de lo que podrían ser los valores. En mi opinión, los valores morales no son “cosas” o “entidades” que existen en un mundo suprasensible, tal como creía Platón. Pero ello no debe llevarnos a concluir que los valores no son nada, no existen, en algún sentido del término.
Los valores son propiedades semánticas que los hablantes les atribuimos a ciertos estados de cosa. Si constato que le acaban de robar a mi vecino, puedo valorar negativamente ese hecho (y todos los hechos similares) exclamando “es malo robar”. Por el contrario, si un desconocido se detiene a ayudar a un herido, digo “es bueno ayudar a quienes lo necesitan”, pensando en el caso que estoy observando y en casos que se le asemejen.
Los valores pueden ser positivos o negativos, y en realidad siempre constituyen dualidades: bueno/malo, correcto/incorrecto, justo/injusto.
Asignar un valor a un hecho (real o posible, pasado, presente o futuro), en una palabra, valorar un hecho, hacer una evaluación de él, es hacer uso de una de las propiedades que tiene nuestro lenguaje. Nuestro lenguaje tiene muchas propiedades o dimensiones semánticas; la más evidente de esas propiedades es la de representar el mundo.
Si digo “hoy es un día primaveral” y efectivamente lo es, entonces estoy representando cierto hecho del mundo (el que hoy sea un día así y asá). Si inmediatamente luego agrego, “hoy es un hermoso día primaveral”, lo que hago adjuntar una valoración a mi representación del hecho (una valoración en este caso no moral, sino estética).
Con el lenguaje podemos hacer muchas cosas, parafraseando el título del conocido libro de Austin, How to make things with words, porque el lenguaje tiene varias funciones: representar hechos, expresar emociones, valorar acontecimientos, prescribir tipos de acciones, etc.
Tal vez lo que acabo de decir pueda parecer una perogrullada, pero no lo es. En primer lugar, porque durante mucho tiempo se creyó que la principal o, incluso, la única función del lenguaje era la de representar el mundo. De este modo, cuando alguien exclamaba “La acción a es mala”, se creía que lo que estaba haciendo era proferir un enunciado muy similar a “Las hojas del árbol son verdes”. Pero los colores son cualidades de los objetos iluminados; los valores, en cambio, no son cualidades de los hechos, sino que son, para decirlo una vez más, valoraciones subjetivas que nosotros les agregamos a los hechos gracias a una dimensión semántica específica de nuestro lenguaje.
En segundo lugar, no es una verdad de Perogrullo porque cuando hay un conflicto de valoraciones, las partes difícilmente aceptan las diferencias; es más, cada una cree que está en lo correcto. Como diría John L. Mackie, cada parte asume el punto de vista del objetivismo. Si yo pienso que la acción a es buena y mi vecino insiste, por el contrario, que es mala, voy a tener a creer que mi vecino está equivocado (tal como si mi vecino sostuviera que las hojas de los árboles son rosadas o azules en vez de verdes).
Si mi vecino ve el mundo desde el punto de vista de una religión o una ideología política distintas de las mías, es lógico que vaya a tener valoraciones diferentes. No es que yo esté en lo cierto y él esté equivocado, por más que nuestra tendencia innata al objetivismo nos haga pensar que así es. No hay manera de “refutar” su posición con pruebas. En el mejor de los casos, lo que puedo hacer es, mediante el diálogo, acercarlo a mi punto de vista con el objetivo último de convertirlo a mi religión/ideología política. (Lo peor que podría pasar es que yo le imponga por la fuerza mis valores; en ese caso, es preferible el que aprendamos a convivir pacíficamente, tolerando cada uno el punto de vista del otro.)