Aborto: falacias repetidas… pero ¿de quiénes?

Hoy voy a copiar e ir analizando paso a paso la editorial que apareció ayer (miércoles, 6 de junio de 2018) en el diario La Nación, que tenía por objeto destacar las «falacias repetidas» de quienes abogan (¿todos? ¿algunos?) por la legalización del aborto en Argentina. Anticipo ya la «moraleja» de mi texto: el que quiera reprobar a su contrincante por usar falacias, debe tener muy claros los conceptos que empleará y estar muy seguro acerca de la corrección de sus argumentos. Veamos.

Se atribuye al macabro Joseph Goebbels la expresión «miente, miente que algo quedará». A sabiendas o por ignorancia se escucha repetir falsedades en materia de aborto que pecan de claro oportunismo ante la proximidad de la votación en el Congreso, que pone en juego el derecho a la vida.

¡Qué golpe bajísimo, innoble! Empezar con Goebbels y con esa cita, nada menos. ¿Esa es la manera de promover un debate maduro y respetuoso, señores?

Se sostiene falazmente, por ejemplo, que el aborto en caso de violación, siempre y desde muy antiguo, había sido permitido y practicado legalmente en la Argentina. No es cierto. El único caso de aborto legalmente permitido por un embarazo causado por violación es aquel practicado por un profesional diplomado, cuando la violación recae sobre lo que el Código Penal llamaba «mujer idiota o demente», definición tan antigua como impropia al día de hoy, y en tal caso disponía que el consentimiento de la víctima de la violación fuera prestado previamente por su representante legal.

En este lugar no quiero hacer ningún comentario acerca de las interpretaciones posibles del Código Penal ni tampoco acerca de la historia «efectiva» del aborto en nuestro país. Sigamos porque lo que acá está en juego son los argumentos a favor o en contra de la legalización de esta práctica médica en un amplio grupo de casos.

Se afirma también que el protocolo dictado como consecuencia de la «interpretación» de la Corte Suprema de Justicia en el caso «FAL», al que algunas provincias han adherido -fallo a favor de un aborto por violación en el caso de una adolescente no discapacitada-, implicaba una orden judicial que debía ser acatada por encima de cualquier decreto provincial que pudiera disponer otra cosa. Nuestro máximo tribunal solo puede pronunciarse y dictar fallos sobre casos concretos e individuales, careciendo sus sentencias del alcance general que se pretende imponer en un reiterado error. Disponer lo contrario, por vía de interpretación, «protocolo» o el eufemismo que quiera utilizarse viola el principio de separación de poderes pues, en tal caso, el Poder Judicial se estaría arrogando la facultad de dictar normas, cualquiera que sea el rango de estas, tarea reservada exclusivamente por nuestra Constitución al Poder Legislativo.

Es cierto que el Poder Judicial no tiene la facultad de dictar normas. Sin embargo, no es la primera vez en Argentina ni en ningún otro país occidental que una sentencia de la Justicia introduce un «quiebre» que luego desencadena un poceso de modificación del Código Penal (o Civil, según los casos) del país correspondiente. Por eso, aquí no hablamos de legalización, sino tan solo de despenalización, que -repito- en muchos ejemplos ha sido el paso previo al tratamiento del tema por los legisladores.

Permítaseme un ejemplo. En el caso de la eutanasia voluntaria y el suicidio asistido, caso que he estudiado con cierta profundidad, ha ocurrido varias veces lo mismo. Holanda fue el primer país del mundo en legalizar la eutanasia voluntaria, ley que entró en vigor en 2002, pero la Justicia holandesa había comenzado a despenalizar esta práctica a partir de 1973 (recuérdese el famoso caso Postma-van Boven).

Pretender imponer términos como «interrupción de embarazo» o «aborto seguro» encierra la intención de transmitir una idea disfrazada y edulcorada respecto de un procedimiento que no es inofensivo y que es falsamente desprovisto de riesgos y de secuelas. Como si se tratase de un mero trámite, ignorando que, en la práctica, resulta todo lo contrario.

La expresión «interrupción del embarazo» es sinónima de aborto y no veo que con ella pueda disfrazarse ni edulcorarse nada. «Aborto seguro», en cambio, es una expresión acertada, porque la realidad argentina habla de la práctica cotidiana de abortos inseguros, clandestinos, ilegales.

En el debate, ha cobrado fuerza el argumento de que oponerse a la despenalización del aborto está ligado a una cuestión dogmática o religiosa de cada persona exclusivamente, tanto que se la asimiló incluso al divorcio. No deja de ser otro intento de negar las múltiples evidencias científicas sobre el comienzo de la vida desde la concepción, y de reducir una práctica claramente criminal a una cuestión de fe que pierde peso para quienes no la comparten.

Acá se mezclan varias cosas que conviene mantener separadas. La mayoría de las personas que yo conozco (voy a mi caso personal) que se oponen al aborto, lo hacen basándose (a veces, ciegamente) en la doctrina establecida por su religión. Debo decir también que me sorprende el número de personas religiosas que, por el contrario, tienen una mentalidad abierta y critican -e incluso se apartan- de la doctrina oficial de su fe.

La asimilación con el tema del divorcio no es casual, al menos en Argentina. Recuerdo la discusión que se daba en nuestro país a mediados de la década de 1980… Las similitudes entre uno y otro debate saltan a la vista.

Notemos que el párrafo que acabo de citar está compuesto de dos oraciones. No existe ningún lazo lógico entre la primera y la segunda. Por lo demás, ¿qué significa concretamente hablar de «las múltiples evidencias científicas sobre el comienzo de la vida desde la concepción»? En primer lugar, no se cita ninguna de esas múltiples evidencias. No hay ni siquiera una breve mención de ellas. En segundo lugar, no se definió previamente qué es vida. Para que la ciencia pruebe algo, necesitamos previamente delimitar nuestro concepto. Podríamos discutir largamente si el embrión que cuenta con unas semanas tiene «vida biológica» o «vida orgánica», esto es, si es un organismo en el sentido generalmente usado por los biólogos. Pero eso no tienen nada que ver con otro punto, el decisivo: ese embrión no tienen «vida biográfica».

Permítanme de nuevo una comparación con el ámbito bioético ligado al final de la vida: si un paciente hace diez años está en un estado vegetativo, mantenido artificialmente gracias a la acción de los profesionales de la salud y a los grandes progresos de la medicina contemporánea, ese enfermo está «vivo», en un sentido muy elemental de lo que puede ser lo que llamé vida orgánica o vida biológica, pero no tiene una biografía, una vida biográfica o, si preferimos la expresión, una existencia humana.

Con todo, hasta ahora no salió a relucir el concepto principal del debate: el de persona. Porque la ciencia podrá probar o no que el embrión está vivo en tal o cual sentido que le demos en biología al término vida, pero el concepto de persona proviene de teorías jurídico-filosóficas. Y aquí nos estamos moviendo en un ámbito muy distinto. Lo voy a decir de manera muy clara: la ciencia puede probar si mi gato, después de haber sufrido un accidente, sigue vivo o no, y con qué secuelas, pero ¿cómo puede probar que es -o no es- persona? En tal caso, yo le debo dar al científico previamente mi concepción filosófica de la personalidad. ¿A qué vamos a llamar persona? ¿Qué atributos, reales y potenciales, debe contar tal o cual individuo, para que podamos luego asignarle el estatus jurídico-filosófico de persona -y con ello toda la lista de derechos, empezando por el derecho a la vida-?

La despenalización del aborto no puede asimilarse a una política de salud dado que el embarazo no es una enfermedad y el aborto no es su cura. Ningún supuesto plan de higiene y salud poblacional puede habilitar a los que no son felices a eliminar a los que consideran la causa de su infelicidad.

En el camino de estas construcciones falaces, muchas de ellas malintencionadas y propias de posiciones ideologizadas, se encuentra la insostenible afirmación de que en la Argentina se practican 500.000 abortos ilegales por año, con un saldo de 100 mujeres muertas en ese lapso. La realidad y las estadísticas se dan de bruces con esta reiterada mentira; cuando la vida está en juego, incluso, resultan inmorales. Por otra parte, está comprobado que la primera causa de muerte materna no es el aborto, sino la desnutrición, junto a otras como tuberculosis y mal de Chagas, que se relacionan con la pobreza y la falta de adecuada atención sanitaria.

De acuerdo: se maneja la cifra de 500.000 abortos por año en nuestro país sin que haya suficientes estudios que la avale. Pero para decir que aquí estamos en presencia de una «insostenible afirmación» es necesario contar con más y mejores datos. ¿Qué cifra maneja el o los autores de esta nota? ¿Y cómo llegaron a ella? Creo que todos debemos convenir en algo: es una vergüenza que en nuestro país no se cuente con estudios serios sobre el tema. Lo primero que se debería hacer es encargar a comisiones de científicos con el objetivo de llegar a una imagen lo más ajustada posible de la realidad en nuestra sociedad. Claro que si hablamos de abortos clandestinos, la cifra será imprecisa porque, ¿qué médico o qué paciente querrá admitir lo que hizo, cuando existe la posibilidad de ser llevado a la justicia? Pero, si la cifra final llegaría a ser la mitad, o sea, 250.000, me pregunto: ¿sería acaso menos escandalosa?

Por último, está la cifra de 60.000 mujeres que luego terminan en los hospitales porque el aborto, en esas condiciones precarias y clandestinas, salió mal, con consecuencias muchas veces terribles para esas miles de pacientes. Esta es una cifra incontrovertible, no mencionada en la nota.

Con el fin de alimentar tendencias en boga para sumar adeptos, se argumenta que las muertes de mujeres en abortos clandestinos constituyen femicidios indirectos, pasando por alto que en toda práctica abortiva, clandestina o legalizada, hay una víctima indefensa: la persona por nacer. No se puede imponer un criterio sobre otro, pues nada justifica que para defender una vida haya que cercenar otra. No podemos promover el dictado de leyes para erradicar la violencia contra la mujer y, al mismo tiempo, plantear la legalización de la peor de las violencias: la muerte de un inocente. Por otra parte, en un enorme contrasentido, la iniciativa #NiUnaMenos se inició a raíz del femicidio de Chiara Páez, una joven de 14 años embarazada que, por negarse a interrumpir su embarazo, murió a manos de su novio. Luego, paradójicamente, el movimiento se enrolaría también detrás de la despenalización del aborto.

De nuevo, se mezclan dos cosas muy distintas en este párrafo. Si el aborto se lleva a cabo por ejemplo en las primeras semanas, ¿de qué «inocente» estamos hablando? Ya dije que no es nada sencillo sostener que un embrión o incluso un feto que aún no ha terminado de desarrollar su sistema nervioso es un «inocente», porque eso nos lleva primero a discutir qué vamos a entender por persona. Ya me extendí largamente sobre este tema en algunas entradas pasadas. Mi conclusión es que es incorrecto atribuir personalidad (en un sentido jurídico y filosófico) a un embrión (o sea, hasta la octava semana de embarazo) y es muy discutible en el caso del feto que aún no cuenta con un sistema nervioso desarrollado (o sea, hasta la 24.a semana).

El otro aspecto no les juega en contra a los defensores de la legalización del aborto, sino a favor. Lo central es la autonomía de la mujer. Si una mujer quiere abortar, debe poder hacerlo; si no quiere, debe ser respetada en su voluntad. Si hay una falacia aquí es esta: quienes se oponen a la legalización del aborto no están siempre a favor de la vida, y quienes abogan por su legalización no son seres insensibles que quieren practicar abortos a toda costa. Se trata de incorporar un derecho y será luego la mujer la que decida si hacer uso o no de tal posibilidad.

No menos tendencioso es insistir, contra las evidencias que la ciencia moderna y la tecnología confirman de manera indubitable, en que el embrión es solo una parte del cuerpo de la mujer, extirpable como una muela, y no un ser absolutamente diferente, que se gesta dentro del cuerpo al punto de tener incluso un ADN distinto. Se prefieren así los efectistas eslóganes ideológicos y políticos a las rigurosas comprobaciones científicas dada la dificultad para rebatirlas con seriedad.

Tampoco es posible que con inhumana liviandad se nieguen los traumáticos efectos físicos y sobre todo psicológicos que las prácticas abortivas tienen en las mujeres que, muchas veces forzadas por circunstancias indeseadas, han recurrido a ellas por falta de la debida contención y acompañamiento que hasta aquí como sociedad no hemos sabido brindarles de manera efectiva. ¿Por qué no aprobar una ley de asistencia a la mujer en conflicto con su embarazo?

Creo que mi posición respecto al primer párrafo está clara a esta altura. Y respecto al segundo, insisto: estar a favor de la legalización del aborto no implica pensar que los abortos son «pases mágicos» que van a remediar todos los males de nuestras mujeres y parejas. Es, ni más ni menos, introducir un derecho. Ni yo ni ningún otro defensor «razonable» de la legalización afirmamos que practicar un aborto es cosa para tomar a la ligera. Una cosa no excluye la otra: introducir el derecho al aborto debe ir de la mano de un paquete de medidas que incluyan, por ejemplo, la buena educación sexual, la puesta a disposición de métodos anticonceptivos, la asistencia a la mujer que quiere abortar y a la que no quiere abortar, etc.

Copio los últimos párrafos juntos debido a su brevedad:

No menos lamentable y preocupante resulta que los cinco proyectos en consideración propongan la interrupción de la gestación de bebes discapacitados o malformados, un retroceso de proporciones para una sociedad que se ufana de defender los derechos humanos y, en especial, los de los diferentes, pisoteando con esto precisamente los de los más desamparados.

Legitimar el aborto no nos hace progresistas, como muchos sostienen, sino que, por el contrario, nos hace retroceder peligrosamente como sociedad.

El doctor Jerôme Lejeune, padre de la genética moderna, se opuso al «racismo» de los sanos contra los enfermos y afirmó que «la calidad de una civilización se mide por el respeto que le profesa al más débil de sus miembros».

En los próximos días, distintos proyectos que proponen una eventual reforma a nuestras leyes civiles, que incluso contraría el texto constitucional, se tratarán en el Congreso. Es importante en estas instancias que no se pretenda seguir confundiendo o engañando a la población con informaciones inexactas y tendenciosas. Es tiempo de llamar a las cosas por su nombre y de aceptar el desafío de cuidar las dos vidas, porque toda muerte es una tragedia.

La retórica de los últimos tres párrafos es deleznable, así que los pasaré por alto. Voy al primer párrafo, que plantea un punto importante. Las razones por las que una mujer o una pareja puede abortar, son diversas. Creo que en Argentina el caso más frecuente es el de los llamados «embarazos no deseados», frutos de una relación sexual llevada sin las precauciones necesarias. En estos casos, la adolescente o la mujer quiere abortar porque un hijo (u otro hijo) implicaría un cambio radical de vida, un camino que no desea tomar (por ejemplo, una joven universitaria que aborta para no interrumpir los estudios). Pero también es parte de la libertad de una mujer o de la pareja el querer abortar si se constata que el embrión o el feto sufren importantes deformaciones o poseen una alteración cromosómica. Pero eso no quiere decir que no respetemos -que no debamos respetar y apoyar- a todos nuestros conciudadanos con malformaciones o con síndrome de Down. De nuevo aquí una cosa no excluye la otra. Por ejemplo, una pareja puede no querer tener un hijo más o puede no querer tener un hijo down, y ello no significa que no sean respetuosos de la diversidad. Atención, porque en esta breve editorial aparecen palabras sumamente cargadas: Goebbels, racismo… Decir que un amante de la libertad individual como yo o como miles de defensores de la legalización del aborto apoyemos la eugenesia es una aberración. ¡El liberalismo político está en las antípodas del totalitarismo nacionalsocialista!

Nota: este es el enlace a la editorial

Acerca de Marcos G. Breuer

I'm a philosopher based in Athens, Greece.
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