El propósito de esta entrada es comenzar a dilucidar la cuestión de las complejas relaciones entre arte y emociones.
Pensar en una obra de arte que no haya nacido de emociones, y que tampoco despierte emociones en el público, es más o menos como tratar de imaginar un plato de comida sin sabor. Por más nutritivo que sea un alimento, el gusto es parte inherente del comer, algo que sabe todo buen cocinero. Claro que contamos con obras (pinturas, estatuas, conciertos y sonetos) que han surgido como mero ejercicio de algún maestro, como un “ensayo” para afinar sus destrezas, y que como tales nos resultan insulsas, aburridas, desabridas, etc. Sin embargo, aquí nos encontramos con excepciones, no con la regla. Una obra puede ser técnicamente hablando “perfecta”, puede ser una muestra de la aplicación virtuosa de los cánones de una determinada corriente artística… y, no obstante, no decirnos nada.
¿Es pensable el fenómeno contrario, esto es, el de obras supuestamente catalogadas como artísticas, que generen intensas y repetidas emociones en el público, pero que estén desprovistas de valor estético? En principio, sí, como también se da –y cada vez con más frecuencia– el consumo de productos que no alimentan pero que, debido al abuso de grasas, azúcares y sal, despiertan vigorosamente el apetito. ¿Cuál es el valor nutritivo de una caja de papitas fritas o de una botella de gaseosa? Y sin embargo las empresas que las producen cotizan en la bolsa de valores.
Ya dije que el propósito último del arte es el de propiciar una experiencia estética, lo que es algo distinto a una vivencia cargada de emociones del tipo que sea. Mucho podemos discutir acerca de cómo determinar el valor estético de una obra; además, estoy de acuerdo con no identificar ese valor con categorías determinadas, por ejemplo, con la belleza. Puede que la belleza haya sido la cualidad principal de lo estético desde Platón en el siglo IV a. de C. hasta los ilustrados del siglo XVIII, pero está claro que hoy no lo es. De todos modos, eso no impide sostener que, en última instancia, la función del arte es canalizar y articular nuestra experiencia estética. Que para nosotros hoy lo feo, lo desagradable, lo inarmónico pueda tener valor estético, es otra cosa: lo importante es que, de una forma o de otra, tenga tal valor.
Esto también nos lleva a recordar que el arte ha sido tradicionalmente técnica (en griego, arte se decía y sigue diciéndose téchnē, τέχνη), esto es, la maestría que se lograba con el largo aprendizaje y el fatigoso ejercicio de una serie de procedimientos para la producción de la obra. El artista era, antes que nada, un técnico, alguien que debía dominar una técnica antes de crear. Así, un pintor debía ser previamente un excelente dibujante; hoy, por el contrario, mucho de los pintores más cotizados apenar saben agarrar un lápiz. Es que en una sociedad posindustrial la técnica manual ha quedado relegada a un segundo nivel. En cambio, la expresión de las emociones, algo que a lo largo de nuestra tradición occidental debía darse con mucha mesura, discreción y tacto, hoy apenas encuentra límites. La expresión irrestricta de emociones violentas en el arte ni debe estar articulada por una saber hacer manual determinado, ni tampoco coartada por pautas ligadas a convenciones de todo tipo. El anything goes del arte contemporáneo se puede traducir más o menos en el siguiente principio: emplea el modo de expresarte que desees y no te sientas constreñido a ninguna norma (estética, moral o lo que fuere), pero ¡excita, irrita, sorprende, provoca!
Así, de alguna manera llegamos a pensar que el arte contemporáneo ha asumido la tarea de producir emociones intensas en una sociedad en la cual la vida cotidiana transcurre de un modo cada vez más privado de emociones. Es como si ocurriese una suerte de “compensación cultural”: a medida que nuestras existencias han ido despojándose de su dimensión emocional debido al control creciente sobre la naturaleza y las fuerzas sociales, el arte se ha liberado de las ataduras tradicionales y se ha vuelto uno de los espacios para recrear las emociones perdidas. Así como hoy vamos a los gimnasios a quemar las calorías y a fortalecer los músculos que nuestros antepasados quemaban y fortalecían con el trabajo diario, hoy vamos también a los museos y a los conciertos a disparar en nuestro interior las emociones que antes la existencia misma les procuraba a nuestros ancestros.
Claro que en cierta manera no hay nada más ridículo que nuestros museos, nuestras salas de concierto, nuestros teatros, incluso nuestros cines: allí el individuo contemporáneo va a procurarse emociones siguiendo una serie de pautas estrictas y represivas. Ahí dentro no hay que hablar, no hay que moverse, hay que sentarse en una butaca determinada o estar rígido de pie, hay que evitar reírse, llorar, suspirar, bufar; está prohibido el contacto con el otro, en especial con el extraño… Vamos a buscar emociones fuertes a todos estos espacios institucionalizados del arte sabiendo de antemano que deberemos controlar estrictamente la expresión corporal de nuestras emociones. Curiosamente, todos estos sitios nos obligan a separar tajantemente nuestras emociones (lo que sentimos en nuestro interior) de su expresión material (vocal, facial, etc.). El público consumidor de arte ha aprendido a “inmaterializar” sus emociones, a hacerlas literalmente incorpóreas, esto es, puros fenómeno mentales. (El cine, que sin duda es el arte más popular y más propensa a disparar emociones intensas de todo tipo, ofrece cierto margen para la expresión corporal; como la sala está totalmente a oscuras y todos miran hacia delante, a la gran pantalla, el individuo se siente protegido para materializar ciertos afectos: puede reírse, chillar, llorar o incluso masturbarse sin ser visto.)