Feministas contra la gestación subrogada

No puedo entender el argumento de las feministas según el cual permitir o, peor aún, legalizar la gestación subrogada equivaldría a mercantilizar el cuerpo de la mujer. De ser así, todos los trabajos que impliquen el uso del cuerpo, sea femenino o masculino, serían expresiones de tal mercantilización, lo que es lisa y llanamente extremo. La señora que limpia la facultad de Filosofía (donde enseñan muchas feministas) también estaría, si se sigue con ese criterio, “vendiendo su cuerpo”.

     Quiero aclarar que, para mí, eso no quita el que debamos seguir luchando por la justicia social. Debemos procurar que todos los trabajos sean lo menos pesados, alienantes, embrutecedores, riesgosos y mal remunerados posible. Pero prohibir el ejercicio de la gestación subrogada como lo que debería ser: un trabajo más, dotado de una remuneración justa, eso me parece un disparate.

     Reitero: estoy de acuerdo en que se proteja a la mujer, concretamente que la mujer que opte por ofrecer el servicio de gestación reciba no sólo una paga acorde a su esfuerzo y su desgaste, sino una serie de beneficios como el control médico regular y de calidad, el seguimiento psicológico, etc. Legalizar una práctica como la que nos ocupa no significa permitir que se haga lo que a cada uno le cante, dejando así desprotegidos a los sectores más vulnerables. Se trata, por el contrario, de permitir una serie de actos dentro de un marco legal claro.

     Ya dije en otra entrada que no puede compararse la gestación subrogada paga con la prostitución ni, mucho menos, con la venta de órganos.

     Todo ese ir y venir de argumentos entre feministas y libertarios me hizo acordar de Erminia, una viejita octogenaria que vivía cerca de la casa de mis padres. (Escribo su nombre sin hache, porque era italiana.) Erminia, de joven o, me corrijo: de adulta, amamantaba a los recién nacidos de su comunidad, aparte de dar la leche a sus hijos. Hoy nos parece algo increíble, porque la leche artificial para bebés se encuentra en cualquier supermercado, es de excelente calidad y el precio no es exorbitante. Pero entonces, en la Córdoba de los inmigrantes italianos y españoles de entreguerras, no existía esa opción, y la señora que tenía leche, bien podía ayudar a una madre amiga de pechos secos.

     El punto es que el acto de amamantar (¿hoy lo llamaríamos “lactancia subrogada”?) creaba un vínculo especial y duradero entre el niño amamantado y la nodriza o, simplemente, “amamantadora”, como si de algún modo ésta se volviese su madrina. (Me acuerdo, de hecho, que Erminia a veces hablaba de tal o cual persona que la visitaba, entonces todos adultos, porque ella les había dado la teta, décadas atrás.)

     Es cierto que Erminia no recibía plata por esa ayuda que daba, pero es también verdadero que las comunidades de inmigrantes eran lo que algún sociólogo llamaría “redes precapitalistas de solidaridad”: todos se ayudaban entre sí y el dinero no era el incentivo para participar y ser solidario, bien por el contrario.

     Sin embargo, nos pese o no, ese mundo ya no existe más. Hoy actuamos por el dinero y con el dinero compramos bienes y servicios. Si no existiese la leche artificial en las góndolas de los supermercados, las Erminias del siglo XXI bien podrían ofrecer su leche materna por una paga adecuada. Tal vez en el futuro existan “gestadoras”, o sea, máquinas como las incubadoras en las cuales puedan desarrollarse los embriones y posteriormente los fetos hasta el momento de nacer, sin que sea necesario recurrir a vientes de mujeres de carne y hueso. En tal caso, en ese futuro de ciencia ficción, otras serán las cuestiones éticas que se plantearán, no la de la licitud (o no) del mal llamado “alquiler de vientes”.

Acerca de Marcos G. Breuer

I'm a philosopher based in Athens, Greece.
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