Por todos lados escucho – o creo escuchar – voces que dicen, “si no tiene trabajo, es porque no quiere”; “trabajo hay, lo que pasa es que los jóvenes de ahora son muy cómodos, todos quieren ser doctores, nadie quiere arremangarse”. Que haya muchos jóvenes – y no tan jóvenes – que prefieran quedarse en casa “sin trabajo y sin dinero” a “agarrar” cualquier trabajo, es un fenómeno más complejo de lo que podría parecer a primera vista. Partamos del hecho de que la desocupación no tiene una causa, sino muchas. En un país como Grecia, donde la desocupación oscila desde hace algunos años entre el 25 y el 30% de la población activa, el problema no puede explicarse sin más en términos de la “vagancia” o la “pereza” de los jóvenes, ni tampoco por la supuesta “arrogancia” que los lleva a rechazar una determinada oferta por creer que “se les va a caer la coronita” si hacen esto o aquello.
La desocupación tampoco se explica enteramente por la falta de “coordinación” entre la oferta y la demanda, como insinúan algunos liberales. Es cierto que si hubiese buenas agencias de “colocación” de la mano de obra (mejores que los fantoches que pululan en el mercado y a las que se reconoce por sus nombres ingleses), muchos podrían encontrar el trabajo que buscan. A veces lo que falta es, simplemente, un buen intermediario entre el que busca y el que ofrece un trabajo. Pero, insisto, el problema no se agota allí.
Muchas personas no aceptan el trabajo que se les ofrece porque lo consideran inadecuado, esto es, consideran que ese trabajo no se ajusta a las expectativas laborales que tienen, ni a su formación. Y esto es un asunto harto más serio de lo que generalmente se supone. No estoy hablando de la paga, porque estoy seguro que no pocos realizarían un trabajo incluso por un sueldo irrisorio, si ese empleo se correspondiera con lo que piensan que es una ocupación gratificante en el sentido psicológico y existencial de tal palabra. Cuando uno acepta un empleo, lo que está en juego es, nada más ni nada menos, que la identidad misma de uno. En nuestras sociedades, somos nuestro trabajo. Por eso, agarrar cualquier trabajo, hacer algo que no tiene nada que ver con lo que siempre uno ha querido hacer o con lo que uno sabe hacer, equivale a una traición a sí mismo. De allí que sea más auténtico el “quedarse en casa” como un acto de fidelidad consigo mismo.
Si se quiere, con el trabajo es como con el amor. Uno no se casa con cualquier persona, aunque sea “un buen partido”; uno se casa con la persona que ama. Y si no se encuentra el “alma gemela”, la “media naranja”, el “amor de mi vida”, mejor quedarse solo. Sería ridículo reprocharle a un soltero, “¡pero con todas las mujeres que hay en esta ciudad, qué hacés que aún no te has casado!”
Insisto: el tema de la desocupación – como el de la soltería – es más profundo de lo que se piensa. Creo que gran parte del problema radica en la “esquizofrenia” de nuestra cultura. Por un lado, hacemos todo lo posible por fomentar en los niños y los jóvenes un sentido exquisito de la individualidad. Los instamos a soñar, a idear su futuro, les decimos que son libres y los obligamos a elegir libremente. Por otro lado, en la vida real – que, mal que nos pese, es la vida del adulto – las cosas son a veces mucho menos rosa. La persona que ya dejó de ser joven se enfrenta a un hecho duro: difícilmente un puesto de trabajo y difícilmente otra persona van a poder satisfacer todas las expectativas que se ha creado. Se cambia una, dos, tres, cinco veces de trabajo, esperando dar con “el trabajo de mi vida”; se cambia una, dos, tres, cinco veces de pareja, esperando encontrar “el hombre o la mujer de mi vida”.
No veo una salida fácil de esta situación. Es ingenuo pensar que la sociedad puede reformarse y volverse más “humana”, en el sentido de más dócil y atenta a las necesidades psicológicas de cada uno de los individuos. Por otro lado, parecería cínico advertirles a los padres, a los educadores, a la misma sociedad en su conjunto que hacen mal en exacerbar la individualidad, la fantasía y la libertad de los niños. En el pasado, los jóvenes que casaban con quien habían elegido los mayores, y a casi nadie se le cruzaba el poner en tela de juicio esa tradición. De la misma manera, los jóvenes continuaban el oficio de los padres: las mujeres, amas de casa, los hombres, al campo si hijo de campesino, al taller si hijo de herrero, etc.