El debate filosófico sobre si somos libres o no, esto es, si existe el libre albedrío, está viciado por un error fundamental. En efecto, ambas partes del debate, deterministas y antideterministas, dan por sentado el siguiente supuesto: que, o somos libres, y los somos absolutamente, o estamos totalmente determinados por la dinámica de nuestra neuropsicología. En otros términos, el problema es que se parte de una concepción estática (y no procesual) que admite sólo “el blanco o el negro” (y no los “grados del gris”). Creo que la clave pasa salir del dilema determinismo vs. antideterminismo es adoptar una visión procesual y en la cual los extremos “blanco” y “negro” sean vistos más bien tipos ideales y, por tanto, irreales. Me explico.
Ante todo, definamos libertad como la facultad de elegir entre dos o más opciones sin ningún tipo de coerción neuropsicológica. El gran problema del determinismo es que se trata de una posición anti-intuitiva. Por más que uno lo piense y le dé vueltas al asunto, es innegable que tenemos una intuición indestructible: y es que, en el fondo, nos sentimos libres. Además, toda nuestra realidad moral, social y legal da por sentada esa intuición. Por lo tanto, es sumamente difícil mostrar que nuestra intuición de la libertad es, al fin y al cabo, una ilusión, una ficción útil. Por otro lado, el antideterminismo se enfrenta a una dificultad igualmente importante, la de demostrar que nuestra dinámica neuropsicológica deja abierta un brecha en su cerrado funcionamiento para que el yo consciente emerja y elija “libremente”, esto es, sin coerción, entre a y b.
Personalmente, creo que la libertad es una facultad de la conciencia humana y que, por tanto, no puede tratarse de una ficción, o al menos, no puede tratarse enteramente de una ficción. Para decirlo en pocas palabras, el defecto del determinismo es pasar por alto una intuición básica sobre nuestro ser; y, al mismo tiempo, la falencia del antideterminismo está en exagerar el alcance de nuestra libertad. En el fondo, sostengo, somos libres, pero esa libertad posee un radio para manifestarse muchísimo más limitado del que suponemos. Es más, y con ello llego al carácter “procesual” de mi enfoque, la libertad, como toda otra facultad, puede atrofiarse hasta casi desaparecer o, muy lentamente y a costa de mucho trabajo y sacrificio, puede expandirse y ampliarse. Tal vez es útil comparar la libertad con, por ejemplo, nuestra capacidad de cantar. Todos, en principios, podemos cantar, pero hay gente que no canta en toda su vida. Otros, en cambio, cantan, y cantan bien, pero porque dedican tiempo y esfuerzo a entrenar la voz, a memorizar las canciones, etc. Así, todos en principio somos o, mejor dicho, podemos ser libres, pero sólo el ejercicio de la autonomía, el control y el dominio sobre nuestras ideas preconcebidas, nuestras emociones, nuestras disposiciones y nuestras esquemas de conducta, pueden hacer que se abra, finalmente, una pequeña brecha entre el estímulo y la respuesta y que allí se dé la opción libre. De lo contrario, la inmensa mayoría de nuestra vida cognitiva y de nuestra conducta social estará, como insisten en describirla psicólogos como Jonathan Haidt, totalmente regida por respuestas prefabricadas que se disparan y activan más o menos automáticamente frente a determinados estímulos. En tal caso, sí tendrán razón los deterministas cuando afirman que la libertad es, en realidad, una ilusión. Creemos que actuamos libremente, pero eso es, en realidad, una fórmula que nos repetimos a nosotros mismos y la repetimos ante los otros, un mecanismo de persuasión y autopersuasión.
Téngase presente que acá no me me estoy refiriendo a la libertad política o social, en sus diversas formas, por ejemplo, la libertad de asociación, la libertad de expresión, la libertad de voto, etc. Tampoco me estoy refiriendo a la libertad a que hacen alusión los sociólogos e historiadores, esto es, a la libertad como una condición de la existencia moderna, en contraposición al constreñimiento de las sociedades pasadas. El hecho de que hoy la sociedad, la colectividad, la tribu no lo determinen y decidan todo por el individuo no significa, sin más, que exista la libertad en el sentido filosófico. Un sociólogo no se contradiría si afirmara que, en la sociedad actual, la sombra de la colectividad se ha retirado dándole nuevos márgenes de acción al individuo, pero que ese individuo está, en última instancia, determinado totalmente por su neuropsicología. En el mismo sentido, un neuropsicólogo determinista puede ser un liberal en lo que hace a sus convicciones políticas, por la simple razón de que una dictadura es siempre peor que un sistema democrático y abierto, seamos marionetas de nuestros cerebros o no.
Ningún ser humano “normal” está irremediablemente determinado por su cerebro y su psicología; pero, igualmente, ningún ser humano es absolutamente libre. La libertad, insisto, es una semilla que germina con mucho trabajo y sólo si están presentes ciertas condiciones de partida.
Me viene de pensar que uno de los grandes problemas de la filosofía moderna, de Descartes a nuestros días, ha sido suponer que la libertad era un atributo “sin más” de nuestro ser, como el peso o la altura. Y tal vez por eso la clave está volver a la filosofía antigua, que tendía a suponer que la libertad era una facultad a desarrollar, y por eso trataba el tema de la libertad bajo la rúbrica de la ética – y no de la metafísica. Sólo es libre, aunque sea mínimamente, quien puede y sabe decirse “no” a sí mismo. Sólo es libre quien sabe distanciarse, al menos por un momento, del trajín incesante de sus fantasías, emociones y disposiciones. Sólo es libre quien puede aplacar, siquiera por unos instantes, el enjambre que es nuestra actividad mental. Por eso ser libre es sinónimo de ser autoconsciente, conscientes de sí mismo, de lo que pasa por la mente misma de uno. Y ello no es posible sin una férrea voluntad y el ejercicio constante, la “ascesis” de los griegos. De allí, repito, la necesidad de repensar la libertad desde la óptica de la ética, y no desde la estéril “philosophy of mind” de nuestros días.
En otro momento voy a desarrollar mejor la idea de que la conciencia o, más precisamente, la autoconciencia, no es una capacidad que podamos atribuir sin más, “gratuitamente”, al ser humano. La capacidad de ser autoconscientes, como la capacidad de ser libre, son instancias que se conquistan con tiempo y sacrificio al imperio avasallador de nuestros automatismos y semi-automatismos mentales. Una persona puede vivir una vida perfectamente normal y hasta exitosa sin haber tenido un solo momento de libertad y de autoconsciencia en el sentido específico que les estoy dando a estos términos.
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Actualmente soy determinista, creo en el Destino y nada más. Es la conclusión a la que he llegado.