Es un lugar común decir que nuestra sociedad, en el pasado, era represiva. Tener deseos, acumular deseos, y sobre todo, satisfacer esos deseos, era visto como algo malo, incluso demoníaco. Otro lugar común es decir que nuestra sociedad actual es permisiva, una sociedad que alienta la disposición a tener deseos y a satisfacerlos abiertamente. ¿Cuál es el problema, hoy en día, de admitir que deseamos, que apetecemos algo, cualquier cosa, y de satisfacer esos deseos, mientras no se dañe a terceros?
Se me ocurre pensar que ni la sociedad represiva ni la sociedad permisiva (hayan existido efectivamente o sean sólo “tipos ideales” de sociedad) logran dar una respuesta satisfactoria el problema del deseo. La clave parece no estar ni en el negar nuestros deseos o reprimirlos, ni en afirmarlos ostentosamente. Tal vez el punto está, más bien, en comprender exactamente cuál es la “dinámica” del deseo para poder de algún modo “zafarse” de ella.
Este es un tema que daría para un tratamiento muy pormenorizado. Por lo pronto, aquí me interesa señalar lo siguiente. Creo que es una experiencia que todos tenemos el que a veces, tras la satisfacción de un deseo, sobreviene una sensación de insatisfacción mayor que la insatisfacción que sentíamos antes de entregarnos a nuestro apetito. Muchos explican este hecho recurriendo a la sensación de culpa. Así, se dice que en nuestra cultura existen aún elementos de la cultura represiva que veía en la satisfacción de los deseos un pecado. El individuo contemporáneo conserva al menos parte de esa estructura mental y sigue sintiendo una vaga pero molesta sensación de culpa cada vez que satisface sus deseos, si bien puede tratarse de un individuo totalmente ajeno a la religión.
Tiendo a pensar que esta respuesta no es del todo correcta, o mejor dicho, que explica solo una parte del fenómeno. El deseo y la satisfacción de nuestros deseos constituyen una cuestión que se volvería a presentar aún en una sociedad futura, libre de oscurantismo religioso y de inculcación de culpas.
Pongamos un ejemplo banal. Acabo de recordar que en la heladera hay una porción de torta. He comido bien, de modo que en realidad no necesito comer nada más. Y sin embargo, el deseo me acosa. Tras mentirme a mí mismo, voy a la cocina y degluto la torta. Una vez satisfecho el deseo sobreviene una amarga sensación de insatisfacción: no debía comer esa porción de torta. La insatisfacción surge de una disonancia: mi conducta y mi ser no condicen con mi autoimagen. Tal vez estaba a dieta, o tal vez me había propuesto simplemente comer cosas sanas. O acaso tenía una imagen de mí mismo como alguien con una férrea voluntad, y el tropezón hizo sacudir los cimientos de mi autoestima.
Lo que quisiera proponer aquí es una vuelta de tuerca. Me pregunto si el problema con el deseo no está, en realidad, ni en la culpa que puede sobrevenir a la satisfacción del apetito, ni tampoco en la disonancia cognitiva entre lo que he hecho y mi autoimagen, sino en algo más, algo que podría denominarse la “apariencia presuntamente salvífica” del deseo. Me explico. Uno busca satisfacer un deseo no solamente por el placer que promete, sino porque, seducido por sus cantos de sirenas, uno cree que al entregarse a la satisfacción del deseo podría alcanzar un éxtasis completo y permanente, lo que en realidad equivale a la salvación, a poder zanjar de una vez para siempre la escisión entre sujeto y objeto. Nos entregamos a la satisfacción de un deseo con una actitud casi religiosa: confiando en nuestra redención. Y es por ello justamente que, tras la satisfacción de un deseo, sobreviene muchas veces una frustración tan intensa. Nos sentimos traicionados por el deseo. Y repito: no por la sensación de culpa, ni por la disonancia cognitiva, ni incluso por el hecho de que el placer es siempre fugaz o, peor aún, que un deseo satisfecho sólo nos lleva a querer desear más. El punto está en que, al menos en ciertas ocasiones, vemos falazmente en el deseo la puerta de salida para abandonar nuestro ser finito y fusionarnos, finalmente, con el todo, para redimirnos y salvarnos. El deseo produce un espejismo, el espejismo del oasis en el medio del desierto.
Todo esto no debe entenderse como una apología a la sociedad represiva. Negar el deseo, demonizarlo, reprimirlo, es una estrategia tan desacertada como entregarse ingenuamente a él.
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