Intentar definir qué es la felicidad es tal vez tan difícil como lograrla. Para Schopenhauer, cometamos un craso error al pensar que estamos en este mundo para ser felices. Todo lo que podemos lograr es, a lo sumo, un poco de paz, una tregua en la constante lucha que es la vida. Para cristianos y musulmanes la felicidad, al menos la verdadera felicidad, solo puede lograrse en el paraíso, no en esta tierra.
Personalmente tiendo a pensar que hay dos extremos a evitar. Por un lado, el pesimismo de corte schopenhaueriano, que niega que podamos ser felices. Por otro, el optimismo ingenuo para el cual la felicidad está al alcance de la mano – que solo basta asirla con cuidado para tenerla.
Creo que hay dos aspectos fundamentales de eso que llamamos felicidad. Felicidad es primeramente un estado de ánimo más o menos duradero caracterizado por la sensación de bienestar. Para algunos, ese estado de bienestar puede estar acompañado de paz interior y serenidad, pero para otros puede acompañarse, por el contrario, de entusiasmo y exaltación. Se es feliz si se vive en un estado de bienestar permanente, cuando decimos “me siento bien”. Por cierto, esto no implica tener una concepción pasiva de la felicidad, como un maná que cae del cielo. A veces uno se siente feliz porque, inesperadamente y sin que uno haya hecho nada en particular, confluyen un par de cosas en nuestras vidas que hacen sentirnos bien. Pero otras veces, y tal vez la mayoría de las veces, somos nosotros mismos quienes efectivamente damos lugar a un cierto estado de cosas que nos hace felices (o infelices).
Es justamente este punto lo que nos lleva al segundo aspecto de la felicidad. La felicidad tiene que ver con la satisfacción, especialmente con la satisfacción que surge de haber logrado algo en la vida, por modesto que fuese. Quien mira hacia atrás en su vida y descubre todo lo que ha hecho y logrado, sea en la esfera laboral, familiar, pero también en otras esferas menos “reconocidas” por la sociead, puede sentirse satisfecho – no necesariamente orgulloso, pero sí satisfecho, realizado, colmado. Y es esa toma de conciencia, ese instante lo que puede “justificar” toda una vida de sacrificios, pesares, privaciones.
Por ello pienso que el concepto de felicidad no puede limitarse sólo a enumerar un par de estados de ánimo, empezando por el bienestar personal, la serenidad, la alegría, etc. Sentirse feliz significa no sólo sentirse bien, sino también sentir que la vida tiene (o ha tenido) una razón de ser. Quien es feliz es quien puede decir: la vida tiene sentido, ha valido la pena haber vivido y vale la pena seguir viviendo. La felicidad no es un estado meramente emotivo, sin que implica una dimensión existencial: la existencia humana queda justificada desde el momento que nos sentimos felices. Quien niega el hecho de que podamos ser felices o el que debamos aspirar a la felicidad en realidad tendrá serias dificultades para darle sentido y valor a la vida.
Sin embargo, es casi un lugar común decir que la felicidad es algo difícil, es más, algo casi imposible de lograr. ¿Pero por qué es así? Pienso que la felicidad es tan difícil de lograr porque, en realidad, se asemeja a un arte. Una vida feliz es más o menos como una obra maestra: no es resultado del azar, sino de la maestría, de un talento cultivado por años. No se aprende a ser feliz, pero sí a vivir y a actuar de tal modo que el producto de nuestro hacer nos dé felicidad.
Aquí es donde hay tantas concepciones de felicidad como hombres, o si se quiere, tantas “recetas” para ser feliz como filósofos. Lo mismo sucede en el arte: hay tantas maneras de pronunciarse sobre qué es una buena pintura como escuelas artísticas y pintores hay. ¿Cómo combinar los colores entre sí? ¿Cómo trabajar las sombras y la perspectiva de un cuadro? ¿Cómo bosquejar las figuras? Las respuestas de un Miguel Ángel no serán las mismas que las de un Picasso.
No estoy en condiciones de aventurar mi propia receta de qué hacer para ser feliz y cómo hacerlo. Lo que sí me es claro es que gran parte de la dificultad en la empresa radica en que, en nuestra vida, se trata de llegar a un equilibrio o un balance entre fuerzas que nos empujan en direcciones opuestas. Es como el equilibrista que va caminando por una cuerda floja y que debe contrarrestar, segundo tras segundo, las fuerzas que lo tiran hacia la izquierda con las que lo empujan hacia la derecha. En la vida hay dos fuerzas opuestas, por una lado la afirmación de nuestro yo y por otro lado la trascendencia de nuestro mismo yo. (No hablo de “negación” del yo, sino del acto de trascenderlo, que es algo distinto.) Nadie puede ser feliz si sólo se propone afirmar su propia voluntad, pero tampoco se puede ser feliz sin realizar los propios objetivos e ideales. Hay un equilibrio muy delicado entre actuar y esperar, entre darse un gusto y abstenerse de ello, entre afirmarse y entregarse, entre cambiar el mundo y aceptarlo, pero en ese “malabarismo” está la clave de la felicidad. En otras palabras, es feliz el que logra encontrar la armonía entre una vida activa, de proyectos y de logros, y al mismo tiempo, quien sabe aceptar su destino, incluso amarlo – amor fati.
Nuestra cultura comete el error de creer que es feliz quien puede autorrealizarse. La “autorrealización” sigue siendo una palabra de moda. (Un error más nefasto es creer que la felicidad puede lograrse con la satisfacción de las necesidades y deseos.) Las religiones muchas veces cometen el error contrario, el de sugerir que es feliz sólo quien se niega a sí mismo, quien se amolda a la voluntad de los otros o a la de un dios, quien se doblega y se anula. Insisto en que la clave está, más bien, en entender que ambas son dos dimensiones fundamentales de nuestra vida, y que la felicidad está en adquirir la maestría que nos permita caminar en la cuerda floja sin caer para un lado ni para el otro.