Si hay un término que pueda definir nuestra sociedad, es el de “trabajo”. La nuestra es, esencialmente, una “sociedad de trabajo”, o “ sociedad del trabajo” – y no una “sociedad de consumo”, o “sociedad posmoderna”, o lo que fuese. Lo que quiero decir con esto es que el trabajo es el elemento primordial en el continuo proceso mediante el cual el individuo construye y mantiene su identidad.
Por el momento, no estoy valorando este hecho, ni sugiriendo que sea bueno o malo, quiero simplemente constatarlo como tal, como “hecho”. Lo que digo, entonces, es que construimos nuestra identidad y autoimagen en función de la actividad laboral que desempañamos. Sí, somos Juan o María, somos González o Schmidt, somos hombres o mujeres, somos argentinos o alemanes, pero esencialmente somos lo que hacemos, o mejor dicho, somos el trabajo remunerado que realizamos. Cuando vemos por primera vez a una persona, le preguntamos por el nombre y el lugar de proveniencia. Pero en realidad, lo que más nos interesa es saber “qué hace”, “a qué se dedica” – sólo entonces sabemos (o creemos saber) quién es.
Que el trabajo en nuestra sociedad sea primordial en la construcción de nuestra identidad no quiere decir que en otras culturas o en el pasado el trabajo haya sido algo secundario o accesorio. Sería totalmente erróneo decir que antes no se trabajaba o no se trabajaba tanto. Es más, tal vez ahora se trabaja menos, o se trabaja con más comodidad y organización. El punto que quiero remarcar es que para un griego o para un romano, para el hombre del medioevo o del renacimiento, había otras cosas, otras esferas humanas, que definían su identidad. Y no sólo porque el trabajo, en particular el trabajo manual, haya sido considerado “degradante”. Hoy somos la profesión que tenemos y ejercitamos (y si no tenemos una profesión determinada, es de todos modos ese trabajo «no cualificado» que realizamos lo que nos constituye). Si alguien se presenta a un desconocido en una reunión informal y comienza a contarle de sus intereses, de sus hobbies, de sus ideas artísticas o filosóficas, terminará pasando por ridículo o por pesado. Lo que al otro le interesa saber en primer lugar es qué hace de su vida. La dimensión religiosa y estética, el mundo del saber y de las ideas, han pasado a jugar un rol secundario en tanto aspectos definidores de nuestra identidad. Son cosas “de la esfera privada”.
Esto nos lleva a interrogarnos qué es el trabajo en nuestra sociedad, qué debemos entender por trabajo. Tratar de responder a esta pregunta es sumamente aleccionador. Para las concepciones clásicas de la economía, el trabajo era sobre todo el trabajo físico, el desempaño de las tareas rurales o artesanales (y más tarde industriales, a medida que la producción pasó a ser en serie). Todas las demás actividades no eran vistas como “trabajo”, no trasformaban la naturaleza. El artista o el filósofo no trabajaban, pintaban o escribían, pero eso no era trabajo. El sacerdote o el monje no trabajaban, se dedicaban al culto. Y ni la política o la ciencia eran profesiones, como bien lo señala Max Weber: hace solo un siglo o siglo y medio que se han vuelto profesiones. Ni hablar del terrateniente, del banquero y del capitalista, eran considerados la antítesis del trabajo. En cambio, hoy nadie confinaría el término «trabajo» a lo que hace sólo el peón rural o el obrero industrial. El escultor trabaja, y lo mismo el senador, el psicólogo, el cura y la prostituta. Todos ofrecen bienes y servicios en un mercado de intercambios. Precisamente, allí está el punto. Hoy se considera trabajo cualquier actividad mediante la cual se pueda generar bienes y serviciones para los cuales exista demanda en el mercado, por pequeña que sea. No importa el contenido, no importa qué se ofrece, sino que aquello que se ofrece pueda ser intercambiado en el mercado por otros bienes y servicios mediante el dinero. El trabajo, por tanto, ya no tiene que ver con la transformación de la naturaleza para satisfacer necesidades elementales. Trabajo es cualquier cosa que se haga, basta que responda a una necesidad o apetencia de terceros. Hoy no es posible dar una definición “sustantiva” del trabajo, esto es, en términos de su contenido o su objeto, por ejemplo, como transformación de la naturaleza; lo que tenemos es una definición relacional.
Es curiosa la dinámica de nuestra sociedad del trabajo. Por un lado, solo son miembros en el pleno sentido del término quienes tienen un trabajo, una ocupación, quienes participan, solos o colectivamente con otros, en el intercambio de bienes y servicios. Por otro lado, hay amplios sectores sin membresía: si no excluidos, al menos plebeyos, o en el mejor de los casos, miembros de segunda categoría. Están los niños y los jóvenes, que aún no tienen trabajo; están los viejos y los enfermos, que ya no tienen más trabajo. Están los desocupados, que no pueden acceder al mundo trabajo. El trabajo genera una fuerza de integración y al mismo tiempo de exclusión. El niño y el joven definen su identidad en función del trabajo que realizarán a futuro, y el jubilado define su identidad remitiéndose al trabajo que tuvo. Los unos aún no entraron, el otro ya salió del universo del trabajo. Y el desocupado es el que puede y debería estar trabajando, pero, como un satélite errante, no consigue insertarse en el mundo laboral, porque no hay trabajo para todos, o porque algunos no saben o no quieren conseguir un trabajo. Así, la misma sociedad que constituye la identidad de miles y millones de personas en función del trabajo, excluye a un número aún mayor de ciudadanos del reino del trabajo (y por tanto del sentido). No tener trabajo significa no sólo no contar con los medios materiales para vivir (a menos que se sea rico). Significa sobre todo no contar con los recursos para poder construir una identidad sólida y para logra la estima de los otros y de uno mismo. La jubilación y el desempleo son en muchos casos formas modernas de ostracismo. Es excluir a alguien de la comunidad, del “nosotros”, toda vez que ese nosotros es esencialmente un “nosotros que trabajamos”.
Es por eso que, dentro de la lógica de nuestra cultura, el trabajo debe ser considerado como un derecho, como un derecho en realidad tan básico como es el derecho a la salud o la vivienda. Privar a alguien de trabajo es como privarle de la salud.
Otra cosa sería, pero esto ya supone un salto mucho más largo y audaz, el buscar y lograr proponer formas de construcción de la identidad para las cuales el trabajo juegue un rol, si bien importante, al menos no primordial. Esto no es un “elogio al ocio”, ni estoy sugiriendo que el trabajo no sea bueno. Estoy simplemente imaginando una forma social en la cual sea posible una construcción más rica y abierta de la propia identidad.
En la “sociedad de consumo”, las adicciones típicas tienen que ver justamente con el consumo: comprar por comprar y de manera obsesiva, consumir desmesuradamente alcohol, tabaco, drogas o pornografía. En la sociedad del trabajo, el principal adicto es el “workoholic”, aquel que trabaja por el solo hecho de trabajar, el que trabaja obsesivamente, porque no sabe hacer otra cosa, porque cifró su autoestima en el trabajo y no trabajar, incluso hacer una pausa, tomarse unas vacaciones, es percibido como un riesgo para la propia identidad. Su identidad depende tanto del trabajo, que imaginarse sin trabajo es verse vulnerable, desnudo, acabado.
Muy bueno, Marcos, gracias por compartir tus ideas. Pero, si te pones a pensar, el trabajo adquiere este significado que muy bien describes, exactamente cuando se transforma su esencia y pasa de ser una actividad necesaria a un sello de identidad que se vincula con las relaciones de poder. Creo que el poder está detrás de todo esto. El trabajo remunerado es una de las formas del capitalismo moderno que permite al ciudadano común acceder al poder. Si no, ¿por qué otras actividades espirituales y materiales no remuneradas como criar y educar a los hijos no pueden entrar en la lógica del poder en nuestra sociedad? Simplemente porque nadie gana dinero con eso.
Gracias, Madelyn, por tu comentario.
La idea de mi entrada era señalar lo que me parece ser un hecho: que en nuestra cultura, que en nuestra «sociedad del trabajo» la identidad y la autoestima del individuo se construyen en relación a si trabaja o no, y a qué tipo de trabajo tiene. Por lo tanto, un padre o una madre que se dediquen exclusivamente a la crianza de sus hijos se van a enfrentar, cuanto menos, con un desafío personal, el de redefinir conscientemente su identidad como «padre que no trabaja» (siempre en el sentido que se le da al término «trabajar»). De hecho, supongo que es el conflicto de muchas «amas de casa» modernas. Lo mismo podría pasar con otros casos, por ejemplo, con alguien que se dedique al voluntariado. Por lo pronto, es todo un reto el contruirse una identidad como «voluntario» por ejemplo de una ONG.
Lo que tú propones, me parece, es encarar la cuestión por otro lado, y definir trabajo como la actividad que uno desarrolla a lo largo de un cierto período de tiempo más o menos largo, que implica una dedicación (e incluso fatiga), y que sirve a un fin determinado, que en general consideramos valioso (la educación de los hijos, la asistencia social prestada por una ONG, etc.). En este sentido, esto es, si nos ponemos ya no a «describir hechos» sino a «valorarlos», estoy de acuerdo contigo. No solamente es importante encontrar otras fuentes para construir la propia identidad y la autoestima, sino tambien redefinir nuestra concepción del trabajo. Incluso Anthony Giddens sugería que trabajos como el del voluntario en una ONG y por qué no el de un padre con sus hijos deberían ser remunerados desde el momento que no sólo la sociedad requiere de tales «servicios» sino el mismo sistema económico. (Una breve caracterización de la posición de Giddens la puedes encontrar en este artículo de Mouzelis:
Haz clic para acceder a Mouzelis_Reflexive_Modernization_and_the_Third_Way.pdf