Si alguien le preguntara a un filósofo analítico qué es la ética, su respuesta podría ser más o menos esta: “La ética es una parte de la filosofía cuyo objetivo principal es formular – y justificar racionalmente – un sistema de principios y normas para regular nuestras interacciones y para estructurar nuestras instituciones sociales.” La ética, por tanto, en la tradición analítica se centra en las normas y en su justificación. De allí la insistencia en el concepto de “right” (y de “wrong”), y el interés por cuestiones “metaéticas”, ligadas con la búsqueda de una fundamentación racional.
Sin embargo, existe otra vertiente de la ética, la centrada en el concepto de lo bueno (“good”). Allí lo primordial no es definir un sistema de normas morales y legales válidas, sino la de reflexionar sobre qué debemos hacer (esto es, especificar un ideal moral) y sobre cómo podemos formar nuestro carácter con el objetivo de poder vivir una buena vida (esto es, definir las principales virtudes a adquirir). Por cierto, el supuesto es que toda concepción de “buena vida” tendrá como marco un ideal ético, sea religioso o no. La apuesta es que sin una dimensión ética la vida humana se muestra, tarde o temprano, priva de sentido.
Para el filósofo analítico, el problema del buen vivir es algo secundario o, en todo caso, algo que queda estrictamente relegado a la esfera privada. En una sociedad moderna y pluralista no habrá sólo una concepción del bien y el buen vivir. Y, lo que es más importante: ningún ciudadano o grupo puede imponer al resto su concepción del bien. Es por ello que la ética analítica nace justamente como un rechazo virulento a la opresión medieval. El riesgo de las éticas de la virtud centradas en una idea del bien es que pueden volverse fundamentalistas.
Creo, no obstante, que en la situación actual es deseable una vuelta a las cuestiones clásicas de la ética, a los problemas centrados en la búsqueda de un ideal moral y en las formas de realizarlo, sin que esto implique un abandono de los objetivos de la ética normativa, tal como la entiende la tradición analítica. La ética normativa y la ética de la virtud deben poder complementarse, y no oponerse una a otra.