En la entrada anterior abogaba por la extensión de la eutanasia voluntaria a los adolescentes, esto es, a los menores maduros, siempre y cuando reúnan no solamente los requisitos que valen para los adultos normales, sino también den clara muestra de madurez.
Ahora bien, ¿cuál es mi posición respecto a la eutanasia en niños, esto es, en las “personitas” comprendidas entre los cinco y los doce años?
Aclaro que lo de “personita” lo digo por cariño, pero también por mi deseo de resaltar un punto nada menor. Si decimos, como hacen muchos, que, por ejemplo, un chico de ocho años “es toda una persona”, entonces es ocioso preguntarse si puede o no optar por la eutanasia. Sería absurdo hablar de persona y a su vez negarle a ese ser en cuestión la autonomía, la racionalidad y la responsabilidad, los tres requisitos de la personalidad. Un niño a esa edad es una persona en vías de formación, como una casa que ya tiene los cimientos, varias paredes y algún cuarto techado, pero que obviamente todavía no está lista para ser habitada.
Soy consciente, una vez más, de la arbitrariedad de las cifras. ¿Por qué me refiero ahora a los niños comprendidos entre los cinco y los doce años?, podría preguntarme alguien.
Ya dije que estoy de acuerdo en el corrimiento de la edad, siempre que encontremos motivos adecuados para ello. De todos modos, por el momento me baso en el esquema etario que normalmente se emplea en nuestras sociedades: la primera fase es la que va desde el nacimiento hasta los cuatro años completos; la segunda, desde los cinco hasta los doce, que equivale a la escolaridad primaria; y la última, de los doce hasta los 18, que abarca la formación secundaria.
El punto para mí es el siguiente. Un niño en edad escolar no puede decidir sobre su vida; es muy pequeño para elegir carrera o pareja. Tampoco puede elegir qué hacer con su existencia si está afectado por una la enfermedad incurable. De todos modos, ya no vivimos en rígidas sociedades jerárquicas basadas en el paternalismo, en la posición según la cual el padre (o los padres, y junto con ellos, los maestros, los sacerdotes, los médicos, etc.), deciden sin más sobre el destino de los niños. Me parece correcto, por lo tanto, hacer al niño partícipe de la decisión de los mayores, consultarlo, hacerlo intervenir en el diálogo y la deliberación (por supuesto, siempre que el niño quiera y tenga la madurez que normalmente puede esperarse de un niño de esa edad).
Respecto de esto último, una aclaración al margen. Las tragedias personales, familiares o sociales hacen que el niño muchas veces madure aceleradamente. No es raro oír a pediatras y psicólogos impresionados por la madurez que muestran esos niños malhadados. Por supuesto, esto no es una ley sociológica; de hecho, a veces puede darse el fenómeno contrario, que las desgracias impidan o retrasen el proceso de maduración de los niños.
Como sea, en los niños de edad escolar no puede hablarse de eutanasia voluntaria. Aquí no está dado el requisito de la voluntariedad (recordemos: que la persona jurídicamente capaz solicite clara y reiteradamente su deseo de poner fin a su vida con ayuda del médico). De todos modos, tampoco puede hablarse de eutanasia no voluntaria, como en el caso de un paciente en coma irreversible, en estado vegetativo permanente, o de fetos o neonatos. El niño, por inmaduro que sea, entiendo qué le pasa. Aquí habría que introducir una nueva expresión, como por ejemplo “eutanasia semi-voluntaria” o “eutanasia con el consentimiento final del menor”.
La situación que tengo en mente es más o menos esta: si los tutores del menor desean la eutanasia y el pediatra concuerda, el niño puede ratificar esa decisión. De todos modos, si el niño no quiere morir, posee una suerte de “poder de veto”: su no invalida la decisión que puedan haber tomado los mayores, incluso cuando estos lo hayan hecho unánimemente.
Quisiera concluir la entrada de hoy mencionando dos aspectos ineludibles al hablar de la muerte de los menores.
En primer lugar, nos cuesta mucho más aceptar la eutanasia en el caso de los niños no solamente porque aquí flaquea el requisito central de la voluntariedad, sino también porque sentimos que con un niño debemos intentar todo antes de dejarlo morir. Nos puede costar aceptar la muerte de un mayor, pero siempre nos consuela la idea de que ellos ya han vivido su vida; bien o mal, poco o mucho, pero han tenido la oportunidad. En cambio, un niño no. Es muy difícil aceptar que a veces lo mejor que le puede pasar a un niño es, uf, morir.
En segundo lugar, admito que las elucubraciones que presenté hasta ahora se basan en “el mejor de los casos pensables”, esto es, cuando el niño ha tenido padres amorosos que han dado todo por mantenerlo en vida y que han contado con los recursos para hacerlo. Dejo de lado los restantes casos, harto más difíciles, la de niños gravemente enfermos, con sufrimientos atroces, sin posibilidad de curación y, para colmo, sin padres, o sin padres amorosos y abnegados, sin acceso a la asistencia sanitaria, etc. ¿Qué decir cuando el menor, aparte de la desgracia de su enfermedad, ha sido abusado, abandonado, rechazado y un largo etcétera?