Legalizar la eutanasia y el suicidio asistido equivale para muchas personas a dar respuesta a un grupo de pacientes, importante pero más o menos delimitado, que sufre enfermedades graves e incurables, como el cáncer en una etapa avanzada, la esclerosis lateral amiotrófica en sus fases finales, la falla ya total de varios órganos centrales, etc.
En casos como esos, el razonamiento de los defensores de la eutanasia dice así: “¿Qué le vamos a hacer? Son desgracias que a veces suceden. Esos pacientes probaron todo: cirugías, terapias farmacológicas convencionales, nuevos medicamentos, medicina alternativa, fisioterapia, cuidados paliativos, y nada. No dan más. Dejémoslos morir en paz como ellos quieren. Están en su derecho.”
Lo que estos defensores no aprobarían es, no obstante, la ampliación de la posibilidad de optar por la eutanasia y el suicidio asistido a prácticamente todos los enfermos graves pero sin dolores intratables, sin sufrimientos existenciales insoportables y, sobre todo, sin que la muerte les esté ya tocando la puerta en los umbrales. ¿Por qué no permitir, por ejemplo, que un viejito (permítanme ponerlo gráficamente) con muchas enfermedades graves aunque ninguna de ellas terminales, con lo que se llama comorbilidad, pero sobre todo con una pérdida sustancial de la calidad de vida y, especialmente, con el tedio vital de aquel que ya vivió y no quiere más seguir en esta existencia, solicite ayuda para morir?
En otras palabras: que en una sociedad como España o la Argentina un par de cientos de pacientes sin esperanza soliciten la eutanasia está bien para esos defensores de la práctica, pero que decenas de miles de pacientes recurran a este modo de concluir la vida les resulta incomprensible. Por eso, muchos críticos ven en la evolución de un país como Canadá o Bélgica un signo preocupante.
Una vez que se le abre la puerta a la eutanasia, sospechan, no se puede controlar más quién pasa y quién no, sino que, por el contrario, se empieza a volver la nueva forma de morir.
Actualmente, en Canadá, Bélgica, etc., el porcentaje anual de muertes debido a la eutanasia o ayuda al suicidio ronda el 3%. Es una cifra alta y preocupante para muchos, si se considera que en otras sociedades la muerte asistida está lejos de llegar al 1% (en algunos casos, no pasa de unas cien personas al año).
Personalmente, me doy cuenta de la inquietud de muchos pero, paralelamente, no puedo dejar de interrogarme sin mucho aspaviento: ¿y cuál es el problema? ¿Cuál es realmente la cuestión de fondo si en el futuro la mitad de las muertes anuales de tal o cual país de deben a eutanasia voluntaria o a suicidio asistido?
Ojo, lector, no estos delirando. Si hoy, en 2023, en muchas sociedades “desarrolladas” hasta un tercio de los nacimientos se deben a casos de fecundación o reproducción asistida, ¿por qué esa cifra de personitas no podrá morir de acá a cien años, en 2123, con la asistencia de la medicina? ¿Qué es lo perverso de lo que digo?
Una de mis abuelas repetía: “Matrimonio y mortaja, del cielo bajan”, como queriendo decir: si te vas a casar, cuándo te vas a casar y con quién, y si te vas a morir, cuándo y cómo, es algo que, en última instancia, no podemos controlar nosotros, los seres humanos, es algo ya decidido misteriosamente por Dios o fijado inexorablemente por el destino.
¿Acaso el hombre moderno es una suerte de nuevo Prometeo, que le quiere robar a los dioses no ya el fuego para calentarse, cocinar los alimentos y trabajar los metales, sino el nacimiento y la muerte? ¿Acaso no nos vamos a despeñar en otro abismo por este nuevo acto de soberbia, esta nueva manifestación de la hybris?
Claro que alguna persona se puede escandalizar por otros motivos, no por cuán “sacrílega” sea la eutanasia ni por cuán “irreverente” el suicidio asistido, sino por la falta de altruismo. “Hacemos de todo por facilitarle una muerte veloz, sin dolor, fácil, al hombre moderno, pero hacemos poco y nada por acompañarlo, por estar a su lado, por darle renovadas fuerzas y contagiarlo de la alegría de vivir y de seguir viviendo a pesar de todo”.
Sinceramente, siento un enorme respeto por las almas caritativas. No por las que predican la caridad, sino por las que se entregan decididamente al otro, sobre todo cuando ese otro está enfermo, desvalido, etc. De todos modos, seamos realistas. No existen millones de santos para atender a los millones de personas que cada año dicen: estoy muy enfermo, lo mío no tiene vuelta atrás, he vivido, bien o mal pero he vivido, y ahora quiero morir.