Hace mucho que no escribo una entrada en este “diario de la pandemia”. Y no porque no haya nada nuevo que decir. De hecho, el virus no se esfumó, ni los casos diarios de contagios desaparecieron, ni hay un fin claro de la pandemia a la vista.
Mi silencio se debió, en todo caso, al deseo o a la urgencia por hacer otras cosas, esas cosas que habían quedado postergadas durante las restricciones pandémicas. Pero en las últimas semanas se ha vuelto a hablar del virus, y a hablar mucho, porque hay contagios (incluso por segunda y tercera vez) en todos lados. Es más, me atrevería a decir que ahora en Grecia no hay familia que no cuente al menos un caso entre sus miembros.
Lo que ha cambiado, sin duda, es nuestra actitud frente al virus y a la enfermedad. Y al decir nuestra, incluyo a todos: la actitud de cada uno, la actitud de la comunidad en general y la actitud de las autoridades.
Doy un ejemplo trivial: los otros días fui a una playa que está en las cercanías de Atenas y obviamente estaba llena. No podía ser de menos con el calor que hacía. Pero lo notorio es que nadie había tomado ninguna de las famosas “medidas de precaución” que conocíamos: ni mascarillas, ni distancia, ni siquiera un signo de inquietud cuando el de al lado tose o estornuda.
Como el testeo dejó de ser obligatorio, las cifras oficiales no reflejan ni siquiera aproximadamente el aumento de casos diarios. Incluso los especialistas dicen que hay que multiplicar por dos o por tres el número que publica el ministerio por las tardes.
La buena noticia es que los casos con síntomas graves que terminan en el hospital son pocos. Menor es aún la cifra de pacientes que luego tienen que ser ingresados a terapia intensiva.
La explicación que dan los expertos de este fenómeno es doble. Por un lado, la nueva variante, la ómicron, o, para ser más precisos, las nuevas subvariantes, la ómicron 4 y la 5, son menos patogénicas, aunque sean más contagiosas (más aún que las anteriores).
Por otro lado, con más o menos un 70 por ciento de la población vacunada el virus ya no encuentra un cuerpo inerme en el que reproducirse. Supongamos que incluso entre los mayores de 60 años el porcentaje de vacunados sea mayor. Al menos ocho de cada diez personas de la tercera edad tienen las defensas necesarias para hacerle frente al virus de manera más o menos exitosa.
Una nota de color: esta mañana los medios comentaban una noticia insólita, el aeropuerto de la isla de Kastelórizo tuvo que ser cerrado… ¡porque el único empleado que tiene se había contagiado de covid!. (Kastelórizo no es la única isla griega que dispone de un aeropuerto tan pequeño que puede ser abierto una vez por día –o cada tantos días en época invernal– por solo un empleado.)
El hecho de que el virus haya mutado y adoptado una forma mucho más benévola para con el huésped humano (es más contagioso pero menos patógeno), nos ha hecho olvidar una importante cuestión sanitaria, política y ética: la de la flagrante injusticia global en lo que respecta a la distribución y administración de las vacunas. (El principal argumento para acelerar la vacunación en lugares como África era que esas regiones constituyen verdaderos caldos de cultivo para las nuevas cepas… Pero si aparentemente la estrategia evolutiva del virus es la que se ha delineado en los últimos meses, entonces qué importa que no haya vacunas para los pobres de este mundo, ¿no?.)
Claro que alguien me puede decir: “¡Ahora no interesa el coronavirus! Hay otras prioridades, como la guerra en Ucrania, la mortífera ola de calor en Europa occidental, la inflación mundial, la crisis energética, el calentamiento global de la atmósfera y de los océanos, etc.”
En tal caso, lo único que puedo hacer es encogerme de hombros y suspirar resignado. Efectivamente, las urgencias hoy son otras. La próxima catástrofe en Lombardía no va a ser porque los hospitales no puedan atender octonarios con neumonía a causa de un desconocido virus oriundo de China, sino –y ojalá me equivoque– porque no podrán atender cientos y cientos de mayores afectados por un golpe de calor.
