En lo que a mí respecta, la gran novedad de los últimos días fue la reapertura de las escuelas: mis hijas, casi después de seis meses, volvieron a las aulas (a las aulas reales, no a las virtuales). Claro que la vuelta a la escuela sigue una serie de normas establecidas por el protocolo sanitario: los alumnos deben usar la mascarilla todo el tiempo, los chicos en los recreos deben jugar en los espacios asignados a cada grado, etc. Todo esto, en realidad, ya lo habíamos aprendido y aplicado el año pasado, en los períodos en que funcionó la escuela. La única diferencia esta vez es que los chicos deben presentarse los lunes y los jueves con un formulario impreso en el que los padres declaran el resultado (negativo) del “self test” hecho la noche anterior. Naturalmente, si a un chico el test le dio positivo, debe quedarse en casa y volver a hacerse un test, pero ahora en un hospital o una clínica.
Yo soy un docente nato y creo en el valor de la educación. Sin educación, ningún cambio social hacia una sociedad mejor es viable. Por eso soy de la opinión que, en casos extremos como los de una pandemia, lo último que hay que cerrar son las escuelas, y son las escuelas lo primero que hay que reabrir, una vez pasado el peligro.
Los otros días hablaba con un amigo de mi suegro, octogenario también él, y me contaba que de niño había perdido un año en la fase más álgida de la Segunda Guerra Mundial. “Χάσαμε ένα χρόνο”, me dijo. Una vez terminada la contienda, el gobierno griego dispuso una reestructuración de los planes de estudio, de modo que esos chicos pudieran ir viendo, en los años sucesivos, los contenidos que habían saltado, para que toda esa generación pudiese completar la escuela primaria y secundaria a los 18 años, tal como estaba previsto.
Claro que el valor de la escuela no se limita a la trasmisión de saberes teóricos y prácticos. La dimensión social y psicológica de la escuela es tan importante como la instrucción en sí, si no más.
Por otro lado, el gobierno sigue con su programa de reaperturas previsto para mayo: en un par de días más se reestablecerá la libre circulación en todo el territorio griego (a menos que surja algún foco rojo, en cuyo caso se aislará solo esa zona), se dará inicio a la temporada turística, se volverán a habilitar los cines de verano que funcionan al aire libre y se dejará sin efecto el sistema de SMS que aún rige y que ha estado destinado a controlar la movilidad. (Aún es obligatorio enviar un mensaje desde el celular cada vez que uno abandona la casa, especificando con un número predeterminado el objetivo de la salida.)
La sociedad vuelve paulatinamente a la normalidad, la campaña de vacunación avanza a buen ritmo, la primavera nos permite pasar largas horas afuera o en lugares bien ventilados… Parece que estoy dibujando un horizonte idílico. Pero no lo es. Si uno analiza los números de la pandemia con sobriedad, la cosa no marcha tan bien como desearíamos. Ayer, sin ir más lejos, el número de contagios siguió clavado en los 3.000, a la vez que el nivel de ocupación de las camas en terapia intensiva continúa por las nubes (ayer eran 731; para comparar: en el momento más acuciante de la pandemia se superó la barrera de los 850). No es extraño, en vista de estas cifras, que el número de muertes siga rondando las 50 defunciones diarias, una cifra nada despreciable para un país pequeño como Grecia.
Que tenemos por delante buena parte de la primavera y todo el verano, es un dato alentador. Por lo que sabemos, el calor y los espacios abiertos le juegan en contra al virus. Aunque, como indican los lógicos, todos los razonamientos por analogía son poco fiables, pensamos (o queremos creer) que este año se va a repetir el fenómeno de 2020: la temporada estival nos regalará una larga y reconfortante pausa.
Pero ¿qué va a pasar después, qué va a suceder cuando se acabe el verano y los árboles empiecen a perder las hojas? ¿Vamos a tener una cuarta ola? ¿Tendremos que volver, una vez más, al confinamiento? Creo que nadie tiene las respuestas ciertas a estas preguntas, porque el futuro, incluso el futuro próximo, depende de una serie de factores difíciles de predecir. De todos modos, me temo que aquí en Grecia no podemos excluir una nueva oleada para el otoño-invierno que viene.
Aventuro esta hipótesis, porque la campaña de vacunación no está yendo todo lo rápido que debería. Ayer vi las cifras y eran estas: vacunados con una dosis, unas 3.300.000 personas (redondeo para arriba). Si tenemos en cuenta que en Grecia hay unos 11 millones de habitantes (incluyendo a los inmigrantes con documento y a los indocumentados), estamos hablando de menos de la tercera parte de la gente. Y si consideramos que los que tienen las dos dosis necesarias (ya que la vacuna de Johnson recién ahora se está administrando), nos damos con que menos del 15 % de la población tiene la inmunidad requerida. ¡Lejos estamos del 70 %, el porcentaje indicado para que comience a darse la inmunidad del rebaño!
Hago un cálculo rápido: digamos que el gobierno cuenta de ahora en más con 5 meses, los meses del buen tiempo mediterráneo, para vacunar a los que faltan. Bueno, 5 meses no es poco tiempo, son 150 días. Pero para cuando se acabe ese plazo va a haber tener ya vacunadas a unas 7.700.000, con las dos dosis y con las tres semanas necesarias para que el cuerpo genere la inmunidad.
Todo esto depende no solamente de la capacidad del gobierno para hacer frente a semejante desafío, sino de algunas variables que pueden escapar a su control. ¿Qué pasa si se cuela en Grecia alguna de las nuevas variantes, de esas que ya están causando estrago en India y Latinoamérica? ¿Qué ocurre si se interrumpe el suministro europeo de vacunas?
Otra cuestión es que ahora se está vacunando, y de buena gana, el sector de la población que ha entendido la necesidad o la conveniencia de hacerlo. Pero tarde o temprano empezarán a ralear los voluntarios. No solamente están los antivacunas de distinta extracción, sino que hay un porcentaje de la población indolente, al que no le interesa vacunarse, no por algún motivo ideológico, sino porque ese segmento de la población está “en los márgenes de la modernidad”. Existe un grupo de la sociedad que parece vivir en otra dimensión, en una dimensión en la que el coronavirus no existe o es una realidad tan remota como las galaxias.
Creo que el gobierno griego no está haciendo un esfuerzo por incluir a estos sectores que no piensan vacunarse. Falta una campaña de comunicación adecuada. Falta publicidad. Faltan acciones para la toma de conciencia. Y falta un sistema de incentivos, positivos y negativos, para que se haga efectiva la vacunación. Hay muchas personas que no se van a vacunar a menos que vean en ello cierto beneficio o la evitación de un perjuicio. Israel logró vacunar a casi toda su población gracias a un sistema de recompensas para quienes se arremangaban los brazos.
Último punto, y nada menor: cada vez empieza a ser más claro el hecho de que la inmunidad lograda por la vacuna, al menos con la vacuna de Pfizer, no se extiende indefinidamente; es probable que incluso no vaya más allá de los nueve meses. Mi esposa, que por ejemplo se vacunó en enero de este año, ya está calculando que en octubre va a tener que vacunarse otra vez, con la famosa “tercera dosis” de Pfizer. Así que, si todo va bien, cuando estén terminando de inocular a los últimos griegos para lograr la inmunidad comunitaria deseada, van a tener que empezar a revacunar a los mayores de 70 años, a los médicos y a los policías, entre otros, que fueron los primeros en recibir el pinchazo.