Tal vez sea hora de cambiar el título de estas entradas, porque, de no mediar ninguna sorpresa desagradable, en los próximos días dejaríamos de estar en cuarentena o, mejor dicho, de estar confinados en casa. A partir del lunes van a volver a abrir los bares y restaurantes que tengan mesas en espacios abiertos, lo cual llevaría a que abandonemos el sistema de SMS para salir de nuestros hogares que aún hoy rige (aunque ya pocos lo tengan en cuenta).
Básicamente, cada vez que uno sale de su casa (el lugar de confinamiento para la mayoría), debe dar cuenta de su salida enviando previamente un SMS desde su celular a un número que habilitó el gobierno al inicio de la pandemia, especificando con un código determinado el tipo de salida que está por hacer. Por ejemplo, para ir al supermercado, hay que digitar en 6 en el mensaje, agregando el nombre y apellido, el domicilio, etc.
El tema es que ya con la apertura de los comercios minoristas hace unas semanas tuvieron que introducir un nuevo número para enviar los mensajes, creando así una categoría especial. Supongamos que uno quería irse a comprar un nuevo par de zapatos. El procedimiento era más o menos este: llamar a la zapatería y concertar una cita (de ser posible, reservar ya el o los pares de zapatos que uno quisiera comprar o al menos probarse). Enviar un SMS desde casa justo antes de dirigirse a la zapatería, porque de ahí en más empezaba a correr el tiempo (se tenía un par de horas para la compra). Salir a comprar sólo ese producto y volver dentro del plazo previsto.
Desde este lunes sería un disparate tener que seguir enviando SMS justificando la propia salida del hogar, porque uno normalmente en una cafetería o un restaurante pasa ya más de dos horas. Aparte, lo cierto es que al último apenas se controlaban los celulares de los transeúntes.
Claro que el fin del confinamiento no significa el fin de las medidas para contener la difusión del virus. En principio, van a seguir rigiendo algunas prohibiciones importantes, como la de circular por las noches. Por lo que entiendo, todos los sitios cerrados en la que se junta mucha gente sin distancia como las discotecas o los recitales van a seguir prohibidos. Y ni hace falta aclarar que van a seguir en pie todas las restantes medidas que regulen la actividad cotidiana, como la de respetar los dos metros de distancia en la fila del supermercado, la de llevar mascarilla, etc.
En conclusión, a partir de la semana que viene técnicamente hablando dejaríamos de estar en cuarentena para volver a la “nueva normalidad”, más o menos como la que conocimos el verano pasado.
Lo desconcertante de todo esto es que estamos preparándonos para la vuelta a la normalidad en un momento aún muy delicado de la pandemia, porque los números siguen al rojo vivo. Es cierto que los casos no han seguido aumentando, pero han quedado en esa meseta alta que ya se perfilaba la semana pasada. La curva de contagios no asciende, pero tampoco desciende, o lo va haciendo de un modo muy paulatino. Además, las camas de terapia intensiva siguen llenas y la cifra de muertos diarios no ha variado, oscila entre los 70 y los 100.
Ante esta situación epidemiológica, lo lógico sería no dar rienda suelta, pero el argumento que se esgrime y que ha terminado por imponerse es que “la gente no da más”. Los jóvenes quieren juntarse, los jubilados quieren ir a tomarse un café, los chicos quieren volver a la escuela y nosotros, los adultos, queremos volver a retomar el ritmo de trabajo que antes teníamos.
En este clima de reapertura, los días pasados pude hacer algo aparentemente tan banal como ir a cortarme el pelo. Saqué un turno en la peluquería de mi barrio y allí fui, como si fuese toda una salida. Dos observaciones: la primera es que la pandemia y el confinamiento me hicieron revalorar las pequeñas cosas que uno antes daba por descontado. ¡Creo que nunca había disfrutado tanto una simple ida a la peluquería del barrio! ¡Ojalá que la vuelta a la normalidad no me/nos haga perder de vista el significado de las pequeñas acciones cotidianas!
La segunda observación tiene que ver con el peluquero. Por primera vez lo vi cambiado. Se había dejado la barba, y no le queda muy bien, y tenía varios quilos de más, él que siempre había sido flaco como un fideo. ¿Marcas de la pandemia? No quise preguntar, pero me imagino la ansiedad de los meses pasados: el negocio cerrado, una familia por alimentar, la repentina convivencia con sus dos hijos adolescentes en un pequeño departamento…
Mientras tanto, el gobierno griego acelera todo lo que puede la campaña de vacunación. En los próximos días se va a habilitar la plataforma para que se registren y soliciten un turno todos los mayores de 18 años. Los centros de vacunación ya trabajan hasta los fines de semana, y si no me equivocan solo cierran después de medianoche. La apuesta del gobierno es vacunar a cinco millones de personas para junio. (Es este momento hay alrededor de tres millones de vacunados, la mayoría con una dosis, o sea que en un mes o mes y medio habría que pincharles el brazo a dos millones de ciudadanos, un desafío nada despreciable para Grecia.)
Las vacunas que hay aquí son la de Pfizer y Moderna, por un lado, y la de AstraZeneca y de Johnson, por otro. Claro que el revuelo que se armó las semanas pasadas por los casos de trombosis en Alemania y otros países tuvo su repercusión negativa también en Grecia. Aunque parezca estúpido, la gente se siente insegura y, si puede, prefiere esperar un poco, cambiar el turno por uno más tarde, hablar con el médico de confianza a ver qué dice y, de ser posible, darle la vuelta al sistema de citas de modo de terminar en un hospital que pongan las vacunas de Pfizer o Moderna…
Algunas mujeres jóvenes que tienen que ponerse la de AstraZeneca se hacen primero un test genético de trombofilia. Por lo que tengo entendido, antes estos exámenes eran raros y caros, hoy, en cambio, cualquiera puede hacérselo en un hospital público sin mayores complicaciones.