Es sorprendente que la mayoría de los filósofos de la Grecia antigua no haya considerado que el arte, esto es, que la creación artística y la fruición de la obra de arte sean aspectos fundamentales de la “buena vida”. Para nosotros, el poder gozar de la música, de la pintura o del teatro es una parte esencial de lo que entendemos por “buen vivir”. Mejor aún si en vez de espectador se es artista: músico, pintor, actor. No es que los filósofos griegos hubiesen ignorado cuál era función del arte, en cualquiera de sus manifestaciones. Asimismo, ningún filósofo se hubiese opuesto al hecho de que la educación de los niños y de los jóvenes incluyera la educación artística, además de la educación intelectual y moral por medio de las obras de arte, por ejemplo, de la Ilíada. Lo sorprendente es, más bien, que una cultura tan rica en producción artística como la griega (es más, una cultura que fijó las bases de la música, la literatura, la escultura y el teatro occidentales, llegando tal influencia incluso hasta nuestro siglo) haya dado lugar a una filosofía reticente a otorgar al arte un rol fundamental en el logro de la plenitud y la felicidad humanas. Sólo es feliz y pleno el sabio, y el sabio es el filósofo, esto es, aquel que se dedica a la búsqueda de la verdad y al ejercicio de las virtudes. Para los filósofos griegos son la dimensión intelectual y la dimensión moral las decisivas, no la dimensión artística.
Así, para Sócrates, el ideal de vida es el constante examen racional de nuestras acciones y de nuestros conceptos, con el fin de librarnos de las falsas ideas (opiniones) que tenemos. Ello, sumado al ejercicio de la virtud conduce al hombre a la autonomía y la autenticidad, los dos valores supremos. Platón, en La república, ve el arte no sólo como algo superfluo, sino incluso como una amenaza en el seno de una ciudad perfectamente organizada y de una vida conducida según los principios racionales. El arte, más allá de ser un pasatiempo ocioso, es una fuente de engaño y confusión. Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, defiende una posición más moderada. Para él, el goce de los sentidos que nos produce la música o la escultura es superior a los placeres más bajos de la comida, la bebida o el sexo. De todos modos, el ejercicio de las virtudes morales y la contemplación filosófica son, para Aristóteles, la única fuente de felicidad y plenitud verdaderas. La ética y la filosofía implican la realización de las mayores potencialidades humanas, no el arte. Por otra parte, Epicuro, si bien considera que el placer es el máximo de los bienes, apenas tiene en cuenta la fruición que se deriva de la creación y la contemplación artísticas. Para el epicureísmo, los máximos placeres son, de tal suerte, el logro de la tranquilidad interior (ataraxia), la convivencia con amigos en una comunidad aislada de la polis y el ejercicio de la filosofía. Por último, para los estoicos (desde siempre en guardia contra los placeres y los afectos) la buena vida consiste en la armonía que el individuo puede lograr con la Naturaleza, Naturaleza entendida como cosmos, esto es, universo creado y planificado enteramente por dios según criterios racionales. La única manera de alcanzar tal armonía es viviendo según los dictámenes de la razón, practicando las virtudes sin desmayo y entregándose incansablemente al trabajo, en especial, al gobierno y la administración del Estado. Un estoico podría permitirse concurrir, por ejemplo, a una representación teatral, pero no vería en el goce que eso pudiera producirle algo “bueno en sí mismo”. Es más, en el caso de que el arte se volviera una fuente de distracción de la buena senda, lo mejor sería evitarlo. (Lo que recuerda a “Si, pues, tu ojo derecho te es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti”, del Evangelio según San Mateo. Ojo y oído son, por cierto, dos de los sentidos que nos procuran placeres sensuales y que avivan todo tipo de pasiones o fantasías en nuestro interior, pero también son los sentidos que nos permiten gozar del arte. Si la experiencia estética te hace perder el control racional de tu existencia o te desvía del camino de la virtud, entonces es mejor prescindir del arte, recomendarían los estoicos.)
En nuestra concepción actual de la “buena vida”, el poder gozar del arte, como creador o espectador, se vuelve un aspecto fundamental. Por cierto, dependerá de la personalidad de cada uno el que se le otorgue un rol más o menos preponderante al arte en el logro de la buena vida respecto a otras actividades, como la dedicación a la filosofía, a la ciencia, a la política, al voluntariado. Esa es una cuestión de gusto, o de carácter. Pero difícilmente admitiríamos hoy que una vida despojada de toda experiencia artística pueda ser una vida bien vivida.
(Una posición radical y enteramente opuesta a la de los filósofos griegos sería el “esteticismo”, el afirmar que la experiencia estética es el mayor de los bienes y que la buena vida sólo puede lograrse gracias a una entrega total al arte.)