Me causa perplejidad constatar que el debate “ciencia versus religión” siga siendo objeto de innumerables libros, artículos periodísticos, congresos académicos, y demás. Una y otra vez se vuelve al mismo grano: ¿se puede ser cristiano y científico a la vez?, ¿son ciencia y religión compatibles o no? ¿hay todavía lugar para el dios cristiano en el cosmos de Newton, Einstein y Darwin?
Lo que más me molesta del debate es que se sigue argumentando con una concepción arcaica de la religión y de dios. Mientras los conceptos y las teorías científicas para entender la realidad natural se han complejizado y enriquecido enormemente, los conceptos filosófico–religiosos usados en el debate siguen siendo simplistas, pobres, casi burdos. ¡Como si no hubiésemos tenido un Feuerbach, un Nietzsche, un Freud, un Durkheim y toda la sociología y antropología del siglo XX! Que el debate, tal como está planteado por un Michael Ruse o por un Richard Dawkins, se hubiese dado hace doscientos años atrás, vaya y pase, pero no hoy. Todo ese enojoso bagaje de lugares comunes y categorías heredadas para pensar el fenómeno religioso no hace sino encasillar el debate, limitarlo, privarlo de la profundidad que debería tener.