Uno de los temas más debatidos en la ética y la teoría política contemporáneas es el de si existe un sistema de valores y de normas universal, esto es, válido para todos y no para una cultura o una sociedad determinadas. Quienes responden afirmativamente son los universalistas, mientras que quienes dicen lo contrario son los particularistas. De allí que el debate se conozca también como universalismo versus particularismo.
Es importante notar que, cuando hablamos de universalismo en filosofía práctica, no nos referimos tan solo a la (permítaseme la expresión) “voluntad de universalizar” un sistema determinado. Las grandes religiones mundiales (el cristianismo, el islamismo, el budismo, etc.), han sido vastos movimientos orientados a la expansión global de un (su) mensaje de salvación. La voluntad de universalizar (de hacer que llegue a todos) su sistema parcial estaba en el núcleo mismo de esas corrientes religiosas. Pero esto no las hace de por sí universalistas.
El punto no está en si queremos que nuestro sistema de valores y de normas se propague por todo el mundo, sea “por las buenas”, esto es, mediante la persuasión y la conversión, sea “por la fuerza”, mediante la imposición.
¿Cuál es, entonces, el eje de la cuestión? Es, sin dar más rodeos, el de decidir si el sistema basado en las libertades y en la dignidad de todas las personas es “una religión más”, es “la religión de los que no creen en nada”, es “la doctrina del Occidente moderno”, y por lo tanto carente de pretensiones legítimas de universalidad, o no.
Un particularista (por ejemplo, un fundamentalista cristiano o musulmán) nos va a decir que, efectivamente, el liberalismo político y los derechos humanos no son más que una nueva religión, la religión que las elites ilustradas buscan imponer sobre todas las otras clases y sociedades.
Sin embargo, creo que esa posición no logra hacer justicia al universalismo verdadero. Un universalista consecuente podría sostener que su intención no es la de imponer ninguna creencia ni ninguna forma de vida particulares a nadie, sino solo señalar que existen algunos valores (como el respeto al otro, la tolerancia, etc.) y algunas normas (especialmente, las que se derivan de la Declaración de los Derechos Humanos) que valen para todos y que todos debemos aceptar, independientemente de si además somos cristianos, musulmanes o agnósticos.
Tal vez la mejor manera de entender la propuesta del universalismo es entender que hay dos niveles en el discurso ético y político, un primer nivel en el que están las diversas religiones con sus creencias y formas de vida concretas y particulares, y un segundo nivel (o metanivel) en el que se sitúan ciertos valores y reglas “formales”, destinados a asegurar la convivencia de todos, en un clima de mutuo respeto.
Así, en el nivel uno tendríamos el cristianismo, el islamismo, el judaísmo, el animismo y cualquier otra forma de vida y de creencia religiosa o, incluso, agnóstica; y, en segundo lugar, estaría, encima de todo, la validez del liberalismo político y los derechos humanos.
Lo anterior podría ilustrarse de este modo: el universalismo es como un techo lo suficientemente alto y lo suficientemente grande como para dar cabida a todos los particularismos: cristianos y musulmanes, animistas y ateos.
La única condición para que el edificio no se venga abajo es que ninguno de los sistemas particulares quiera erigirse en el “techo” y cubrir (aplastar) a todos los otros. Esto sería el particularismo, lo opuesto al verdadero universalismo.